Narración: En un rincón de Andalucía

Espacio literario



¡Anímate a dar a conocer tus trabajos literarios! Alhama Comunicación abre un espacio donde publicaremos los textos que nos hagáis llegar, tanto en prosa como en verso.


14/11/2004.- Desde Alhama Comunicación queremos invitar a cualquier persona con inquietudes literarias para que nos haga llegar sus textos, tanto en prosa como en verso. Sólo exigimos un requisito: residir en nuestra comarca o que la composición se refiera a esta tierra. Para predicar con el ejemplo, a continuación se incluye un nostálgico relato de los otrora importantes molinos de Alhama. ¡Qué lo disfruten!

EN UN RINCÓN DE ANDALUCIA

  Veredas milenarias me condujeron a aquel recóndito lugar por donde el agua cristalina y pura era encauzada antaño para mover las grandes losas de granito de los molinos de trigo.  Aún perduraban vestigios del último verano cuyo clima apacible había impedido su total desaparición: entre ambas márgenes de la acequia se conservaba aún la geométrica telaraña, que había servido de morada y trampa mortal a aquel pintorreado arácnido; el oloroso "matroncho", el medicinal "culantrillo", o la tupida madreselva, donde plácidamente reposaban las negras libélulas; el minúsculo “zapatero” que, al igual que muchos hombres, nadaba contracorriente para no llegar a ningún sitio; la blanca mariposa de puntos negros que se desplazaba frágilmente en el aire en busca de alguna inexistente flor,...

 Sin embargo, el otoño estaba aquí. Como estaba presente en mi mente, en ese preciso instante, la poesía de Gerardo Diego, con la que quiso simbolizar la caída de la hoja; “y de mi corazón,
  una
         a
             una,
                      van
                              cayendo
                                            todas
                                                      las
                                                            hojas.

  Así se apreciaba en las amarillentas hojas acorazonadas de los álamos blancos que zigzagueantes, caían, ora sobre la tierra, formando una tupida alfombra macilenta, ora sobre la acequia y entonces eran conducidas a través de pequeñas cascadas y ocultos boquetes, hasta llegar a algún obstáculo infranqueable, que generalmente era la rejilla por donde el agua se introducía en las entrañas del molino, el cual sin ser viejo había dejado de funcionar, sustituido por otros molinos. Lo único cierto es que ya ha desaparecido el encanto que suponía en las cuestas de los molinos, la reata de cuatro o cinco burritos blancos, que aunque con peor suerte que el Platero juanrramoniano, subían sobre sus jironeados aparejos, en sacos de pita o en costales, la inmaculada harina a las panaderí0as alhameñas para que con las hábiles manos del panadero se convirtiera en ese pan de rico miajón y dorada corteza con el que tanto se deleitaban nuestros padres y abuelos. 

La acequia, entre mimbres, madreselvas, álamos e higueras locas, aún continúa conduciendo el agua al molino, a pesar de que éste no funcione, olvidado por los hombres, y de que su inminente final pronto lo convertirá en un montón de escombros, tejas rotas y retorcidos hierros. La estampa del pálido molinero que aguantaba el ruido machacón de la maquinaria también desapareció y ya nadie se encargará de transformar el trigo en nevado maná, tras separar el salvado, cuyos desperdicios alimentaban a grandes bandadas de gorriones.



Todavía perduran los rótulos en los resquebrajados muros del molino, nombrando algún santo, pero el polvo se ha hecho rey de sus contornos y las ratas pululan libremente en tan lúgubre lugar Todo porque no ha tenido la suerte de albergar entre sus paredes a algún ilustre personaje como ocurre con la casa-molino de Angel Ganivet, en Granada o el célebre molino desde donde el francés Alphonse Daudet escribiese sus no menos célebres cartas; a pesar de que datan de los siglos XVI y XVII.

  Pero volvamos a la acequia, a aquella acequia de tintineantes agua y burbujeantes remolinos, por la que parecía no pasar el tiempo, pero que, sin embargo, es testigo mudo de la evolución humana.

  La lavadora automática le ha robado a todas esas mujeres que con la canasta de caña apoyada en las caderas descendían cuestas abajo para en la pétrea pila lavar su ropa. Como también ha desaparecido la conversación animada y el cotilleo que se entablaba entre las lavanderas y el multicolor atractivo de la ropa tendida al sol, unas veces sobre el suelo, otras sobre alguna zarzamora, una junquera o incluso sobre una piedra.

  Ya sólo queda la vieja enlutada dé pañuelo en la cabeza, que muy de tarde en tardo y recordando su niñez —no queriendo perder la costumbre— se acerca a restregar la ropa contra la roca.

  Porque ha sido el hombre quien ha dejado que esa acequia vaya perdiendo su vida, ha sido el hombre quien ha destruido sus pilas en las que nuestros antepasados lavaron sus trapos, en definitiva ha sido el hombre quien ha dejado que los molinos se desmoronen día tras día,...

  Pero ahí está la acequia, portadora do riqueza ¡cuántas familias han vivido gracias a su fuerza motriz ¡, y limpiadora de impurezas (¡cuánto trapo sucio se ha limpiado en sus aguas!); y está ahí como símbolo de una clase social, pues no están tan lejanos los tiempos en que los únicos bañistas eran los de la clase privilegiada del pueblo, cuando los demás, si podían, lo hacían en la Trucha o en el Enchinar, antes de que la emigración comenzara a hincar su diente en este rincón de Andalucía, donde una simple acequia tiene una larga e importante historia.