Sé que nos volveremos a felicitar

Cartas al director

 Hoy, Nochebuena de 2014, un cuarto de hora antes del Mensaje del Rey, sería la trigésimo quinta vez que nos volveríamos a felicitar, sin que lo dejásemos de hacer jamás desde aquella primera vez. Fue él quien se adelantó en la Nochebuena de 1979, la primera de nuestra amistad. Nos conocimos personalmente el 16 de febrero anterior, momentos antes de que finalizase el plazo para la presentación de nuestras respectivas candidaturas a la Alcaldía de Málaga, en las primeras Elecciones Municipales de la democracia recién estrenada.

  Él, Pedro Aparicio (1942-2014), resultó elegido alcalde, siendo reelegido en tres ocasiones más por mayoría absoluta, convirtiéndose en uno de los mejores alcaldes democráticos que han tenido las capitales españolas más importantes, además de ser el primero que representó a la totalidad de ellos así como al conjunto de la provincias de toda España.

 Todas las Nochebuenas nos llamábamos, estuviésemos donde fuese, generalmente ambos en Málaga, al principio. Después yo en Rincón de la Victoria y, en alguna ocasión, en Alhama, por la que en tantas ocasiones me preguntaba, tras visitarla en enero de 1993. Hablábamos unos minutos y, con la grata escusa del deseo de una Navidad feliz para ambos y nuestras familias, comentábamos algo más y quedábamos para almorzar en uno de aquellos días siguientes, “las viejas glorias, antes que finalice el año”, decía.

 Hace un año me adelanté en la felicitación. Volví a recordarle su cuento publicado en su sección periodística de "Sur", porque acaba de releerlo. Él, como siempre, atento y cortés, cariñosamente me decía lo de "querido presidente” -fue, entre tantas cosas más, excelente escritor y periodista, y ¡qué talla tuvo como articulista!-, reiterándome su satisfacción por mi elección, unos días antes, como primer presidente del Colegio de Periodistas en Málaga y la nueva reelección en la Asociación de la Prensa. ¡Dios mío que buen vasallo para que hubiese habido buen señor! Como así sucedió, en lo que a señor se refiere, cuando él fue alcalde de Málaga y yo jefe de la oposición y, poco después, también -sólo podía pasar esto con él- uno de los primeros teniente-alcaldes de su confianza.

 Al ser elegido presidente de la Asociación, en 2001, se inscribió en la misma y fue uno de mis constantes valedores en todo momento. Asistió a las últimas asambleas y propuso acuerdos de felicitación hacia mi gestión, más por afecto hacia mí que por el merecimiento que me podía corresponder.

 En la Nochebuena de hace dos años, me dijo que su próximo artículo iba a ser el último que publicaría en la indicada sección, ya que con el año deseaba concluir la misma. Desde meses antes de finalizar 2004, lo primero que hacía yo los domingos al levantarme, como tantos miles y miles de malagueños, era leer su esperada colaboración semanal. Siempre una delicia literaria y periodística, elevada y con un mensaje lleno de sabiduría e inigualable cordura. Artículos que recibieron uno tras otro, durante todos esos años, el reconocimiento y elogio de tantos cientos de lectores que, en la mayoría de los casos, expresaban sus anchas miras por encima de ridículas y pobres posiciones partidistas o personales, de los mezquinos que tantas envidias y resentimientos intentan esconder pero que resuenan como tremendos truenos desenmascarándolos reiteradamente.

 Pedro Aparicio ha sido una de esas excepcionales personas que pasan dejando patente, con sencillez y cortesía hacia todos, la grandeza de su espíritu en tantos sentidos y órdenes. Así, ha sido y será para siempre una inmensa fortuna tenerlo como entrañable amigo.

 Socialista por convicción en su deseo de mejorar la sociedad que nos ha tocado vivir, ejemplo de humanidad y, por lo tanto, de consideración y respeto hacia la dignidad de toda persona, se le ha comparado en tantas cosas, por ejemplo, a un Julián Besteiro, al que admiraba, así como con esos nobles y generosos políticos, que siempre los ha habido y los hay en todas las ideologías políticas, aunque ahora parece que escasean algo más, que muy por encima de los intereses de partido y, por supuesto, de los propios, dejan bien claro su decidido afán y empeñado por un mundo más justo para todos, sin paliativos o reservas, dando ejemplo de que en el ejercicio de la política, como de la vida misma -no dejaremos jamás de repetirlo-, se puede ser leal adversario pero jamás enemigo.

 Por favor, amigo lector, si no llegaste a tratarlo y saber bien de él, créeme, te hablo de una persona irrepetible que en aquellas víspera de la Nochebuena de hace dos años publicó su cuento “Antes de cenar”, poniendo de relieve condiciones morales y espirituales que le eran propias, por encima de ideas partidistas, religiosas o de cualquier otra índole. Relato que textualmente es el siguiente:

 

ANTES DE CENAR

 Un niño, con su madre y su abuela, pasa las vacaciones de Navidad en el pueblo donde su primo mayor -casi un hermano- es cura párroco. El día 24 cambia la rutina, lo que resulta divertido cuando sólo se tienen diez años. Comen tarde para no tener que cenar hasta después de la Misa del Gallo. Ésta la oficia el primo cura; el niño se encarga de tocar varios temas adecuados en un desvencijado armonio. Acabada la misa, el cura y el muchacho esperan hasta que todos salen. Cierran la iglesia y regresan a casa casi a tientas, sin ninguna luz en la calle. Está nevando. El cura elogia a su primo: ‘has tocado muy bien’. No es cierto, claro está, pero el niño se siente feliz y agradecido. En la casa caliente, la perra Beleda, adormilada, les recibe con un único ladrido, como acostumbra. El cura va a la cocina para ayudar a quienes preparan la cena. El niño se sienta con su abuela ante la chimenea recién avivada. Pide a la anciana que le cuente alguna historia. Accede la señora: ‘Pero será muy corta porque vamos a cenar enseguida’. La Beleda se duerme junto a ellos.

 Había hace tiempo un rey que, sintiéndose cansado y hasta que el príncipe heredero –su único hijo-volviera de un largo viaje, decidió delegar su poder. Eligió para ello a un buen amigo del príncipe, que gobernó con acierto y fue elogiado por todos. Sin embargo, sabedor de que su mandato acabaría pronto, pues el príncipe había regresado, decidió venderse a un reino enemigo facilitándoles la invasión del suyo propio. La traición fue descubierta a tiempo, y el felón condenado a muerte. El mismo rey, triste y colérico, dictó la sentencia. El día de la ejecución, una multitud llenó la calle que conducía al cadalso. El reo vestía una saya blanca y una capucha. Entre gemidos, decía palabras de arrepentimiento que conmovían a todos. Sólo a tres personas de gran rango les fue permitido acercarse a él. El primero fue un rico mercader que, para consolar al condenado, le dijo: ‘he traído una túnica de seda entretejida con hilos de oro y plata, para cubrir tu cuerpo cuando mueras’. El segundo fue el capitán de la guardia, que anunció a su anterior comandante: ‘mis tropas te rendirán honores antes de morir’. Por fin se acercó un tercer amigo. Era el príncipe. Pidió a los guardias que le buscasen un lugar cerrado, pues quería despedirse de su amigo sin que nadie viera su dolor. Trajeron una carreta y a ella se subieron los dos, cerrando luego la lona. Dijo el príncipe: ‘Me conmueve tu arrepentimiento pero entiendo a mi padre, pues ama la justicia sobre cualquier otra cosa. Así que salvaré tu vida de la única forma posible: dame tu capucha y tu saya y vístete con mis ropas’. Con los vestidos cambiados, salieron de nuevo a la luz del amanecer. El príncipe, a quien todos tomaron por el preso, fue decapitado. El traidor se abrió paso entre la gente hacia su libertad. Aún pudo ver entre lágrimas la muerte de quien había sido su príncipe, su amigo y su salvador.

 Calla la anciana. Desde la cocina les llaman para cenar. La abuela pregunta al niño cuál de los tres le ha parecido el mejor amigo. El muchacho responde sin dudar: ‘¡el tercero!’. Ella apostilla: ‘el primero representa la riqueza ante la muerte; el segundo el boato social. Y en cuanto al tercero..., esta noche celebramos su nacimiento’. El niño entiende enseguida. A los pocos meses caerá en la cuenta de que el rey justiciero e inflexible –el padre del príncipe- no queda muy bien parado en aquella historia. Esto le dejará confuso, pero ya no estará su abuela para pedirle alguna explicación.

 Una vida después, al recordar el cuento, aquel muchacho aún siente en sus mejillas el calor de la lumbre. Y hasta imagina que pasado mañana, Nochebuena, volverá a su casa por una calle cubierta de nieve y le recibirá el ladrido solitario y perezoso de la buena Beleda.

Pedro Aparicio

 

 Esta noche no conectaremos telefónicamente como desde hace treinta y cinco años. Pero, presiento que sí hablaré con él, no tan sólo porque fuimos y seremos hasta la Eternidad inequívocos amigos, sino porque creímos y creemos que hay algo más en el orden espiritual del ser humano. Porque esta noche, como él dice, vamos a celebrar el nacimiento de aquél que dijo que era la Resurrección y la Vida.

 Así cada uno, si nos lo proponemos, volveremos a dirigir unas palabras a cuantas personas queridas se nos han marchado, en especial desde la última Nochebuena. No olvidemos que la Eternidad comienza con el recuerdo que mantenemos en nuestros sentimientos de cuantos se nos van; por lo tanto, desde nuestro propio interior estamos en comunicación con ellos.

 Yo estoy decidido a hablar hoy con mis entrañables colegas y amigos José María García López, Paco Lancha, Paco Fadón, Rafael de Loma,…y con mis queridos paisanos alhameños Juan Melguizo y Paco Porrina, con el que hablé tan sólo hace unos días, así como con otras queridas personas más que, si no las olvido jamás, menos lo hago en este día, como nos sucede a todos con las que jamás dejaremos de querer. Y, por supuesto, con mi amigo Pedro, que en ésta, como en tantas Nochebuenas, lo haré también comenzando charlando con su querida y entrañable María.

Para todos los que esta noche echen de menos a algún ser querido, o en falta a alguna persona.

Andrés García Maldonado.