La letra con sangre entra

Al volver la vista atrás


 Escuela de mi niñez. Escuela de los años cincuenta del pasado siglo. Escuela fría, destartalada, sin medios. Escuela casi siempre regentada por maestros que habían aprendido que la vara, el castigo corporal e incluso la brutal paliza eran el recurso más idóneo para amueblar aquellas duras cabezas de niños pueblerinos con un elemental bagaje de conocimientos que los librasen del más craso analfabetismo.

 Y esto teniendo en cuenta que el niño iría a la escuela “cuando pudiese”, pues, como ya vimos, el trabajo infantil fue otro de los privilegios que los niños de mi generación tuvimos la suerte de disfrutar.
 
“La letra con sangre entra”: principio “pedagógico” que sustentó la enseñanza de mi niñez. Metodología aceptada y adoptada por maestros y también por padres. Principio raramente cuestionado que levantaba infranqueables barreras para una relación de cariño y admiración entre educandos y educadores, permitiendo, como mucho, un pavoroso respeto, cuando no odio.

 “En medios está a virtud”, reza el viejo proverbio. Oímos o leemos con demasiada frecuencia noticias de amenazas, acoso, insulto o agresiones a docentes por parte de padres de alumnos. Consecuencia lógica: insultos, amenazas, acoso y agresiones por parte de alumnos; alumnos que imitan y se sienten respaldados por la conducta paterna. En el otro extremo, más de uno recordará el doble castigo sufrido por el mismo pecado: castigo que aplicó el maestro y castigo que repitió el padre, porque “algo habrás hecho cuando te han castigado”. Entre el “que no se vaya a enterar mi padre” y el “como se lo diga a mi padre…” creo que debemos encontrar un punto medio equilibrado donde todos conservemos nuestra dignidad y también nuestra dentadura.

 Y no es que fuesen aquellos maestros de mi infancia menos profesionales que los de épocas posteriores. Ni los docentes de mi generación, ni los que actualmente tienen a su cargo la educación infantil o primaria, podemos, en absoluto, infravalorar la labor de quienes nos precedieron en estas tareas.

 Pero eran otros tiempos. Otros tiempos, otras mentalidades, otra forma de ver la vida… Sociedad de otro tiempo que necesita su tiempo para evolucionar. A veces, estudiando hechos históricos de épocas pasadas, he hecho ver a mis alumnos, o al menos lo he intentado, que no podemos juzgar acciones del pasado con mentalidad del presente. No soy yo, qué duda cabe, mejor padre que lo fue el mío por no haber sacado a mis hijos de la escuela para mandarlos a trabajar al campo. No lo soy; simplemente, la vida me lo ha puesto más fácil.

 Pensaba D. Elías (con todo fundamento) que haciéndome recibir un varazo yo no olvidaría la letra “q”, y no la he olvidado. Creyó conveniente D. Manuel reforzar la lección de geografía con unos cogotazos cuando yo buscaba el Ebro por tierras andaluzas, y nunca más lo he buscado por aquí. Hicieron lo que aprendieron, lo que, seguramente, vivieron y lo que, estoy seguro, creyeron más eficaz y provechoso.

 A ninguno de ellos guardo rencor. Todo lo contrario, guardo hacia todos y cada uno de mis maestros un profundo y sincero sentimiento de respeto, cariño y admiración por su trabajo. Tener en sus manos la gran responsabilidad de formar simultáneamente a sesenta o setenta niños de las más diversas edades; desempeñar su labor en destartalados y fríos edificios con la escasez de medios a la que tuvieron que enfrentarse; luchar contra el inevitable absentismo escolar; y contar como base con una preparación profesional que nada tiene que ver con la formación de nuestros actuales maestros… esta labor, repito, merece nuestro mayor respeto, admiración y gratitud.