Tipos curiosos de Santeña; ‘Kekas’

Memorias de Santeña


Como las plantas, también los hombres echamos raíces allí donde nacemos. El trozo de tierra que nos rodea mientras nos hacemos adultos, acaba formando parte de nuestro ser igual que el color del pelo o de los ojos.

 

Presentación

 Como las plantas, también los hombres echamos raíces allí donde nacemos. El trozo de tierra que nos rodea mientras nos hacemos adultos, acaba formando parte de nuestro ser igual que el color del pelo o de los ojos. Este sentimiento puede hallarse más o menos soterrado mientras el trajín cotidiano ocupa nuestra vida; pero, a medida que pasan los años, va reapareciendo como nostalgia si se vive lejos, o como elemento protector si nos envuelve. ¿Qué hay en esos caminos llanos o empinados, pedregosos o polvorientos; o en la nítida silueta del horizonte que rodea nuestro entorno? ¿Qué tienen ese molino junto al caz, abandonado y medio en ruinas; o el olivar sesteante de las largas tardes de estío; o esa calle desdentada y triste, para que, al contemplarlos, brote de lo más hondo de nosotros la dolorosa sensación de un bien perdido, capaz de provocar el llanto? Mucho. Son el escenario donde ha transcurrido parte o toda nuestra vida; donde vivieron las personas que han significado algo, mucho o todo para nosotros; donde hemos soñado, amado, sufrido y esperado. A menudo oímos hablar de otros lugares donde la naturaleza o el esfuerzo humano ha hecho más fáciles las condiciones de vida, y hemos sentido la tentación de abandonar el terruño para siempre. Pero, en el momento de la decisión, si no ha habido una fuerza mayor, hemos optado por el no, conscientes de que, en esa tierra prometida, iba a faltarnos esta atmósfera de recuerdos y vivencias donde respirar más sosegadamente a medida que se acorta el camino. ¿Retrogradismo? ¿Presbicia mental? Que cada cual opine como quiera. El corazón también habla, y, en ciertos momentos de la vida, se convence uno de que es el único que no miente.

 Pero somos más que plantas. Tenemos un alma y el alma se moldea en el trato con los demás, -que eso es precisamente ser persona-. Y del transcurrir de nuestras vidas en un determinado entorno natural y social, nace el alma colectiva de cada pueblo, que es precisamente la que pretendemos reflejar en estas Memorias. Son ellas, por tanto, retazos del alma de nuestra querida Santeña por donde desfilan personajes reales, en su mayoría ya fallecidos, a través de los cuales recuperamos el latir de nuestro pueblo durante los años que rodearon a la guerra civil, años de muchas carencias pero de vida más humanitaria sin duda.

Puede que sorprenda el tono excesivamente realista de algunos relatos -especialmente en las Crónicas-, pero no hemos querido sacrificar su genuino sabor. Si al mendigo se le despoja de sus harapos, dejará de ser mendigo y habrá que hacer otro tipo de fábula. Del mismo modo, si a los personajes y sus hechos los despojamos del ropaje que los envuelve, estaremos dando una imagen falsa de la realidad y esto no serían crónicas sino dulcería barata.

 Los Secretos están escritos en otro registro. Era natural. Los hechos que se narran son en su mayoría luctuosos y el halo de secretismo que los rodeó en su día obligaba a un tratamiento distinto. Tampoco ha sido tarea fácil recabar información sobre ellos. Son tantas y tan distintas las versiones de algunos que, finalmente, también yo me he creído con derecho a fabular y ha sido mi modo de interpretarlos el que ha terminado prevaleciendo. La literatura universal está llena de obras nacidas de la interpretación que un determinado autor o pueblo ha dado a unos hechos concretos; y, como digo en otro lugar, aquí no hacemos informes periciales. Nadie conoce a nadie y el último motivo por el que algunos de nuestros semejantes cometen acciones vituperables sólo ellos y Dios lo saben; pero los demás sentimos el irremediable impulso de ‘explicarlas’ para que encajen en nuestros esquemas mentales y nos tranquilicen. En esta labor he elegido por confidente a nuestro querido Marchán, y de nuestros sosegados coloquios han nacido los Secretos. Donde sólo se conocía el hecho, he recreado totalmente la situación; donde abundaba la documentación, he procurado insertarla en el conjunto. Unas NOTAS al final de la obra informan sobre las fuentes de algunos de ellos.

 Sería doloroso que alguien, al leerlas, se sintiera ofendido. Estas Memorias son parte del acervo cultural de nuestro pueblo y, gracias a ellas, perdurará su recuerdo. Sed comprensivos y generosos. El tiempo debiera enseñarnos a ser más tolerantes y hasta a reírnos de nosotros mismos, sobre todo tratándose de hechos en los que las circunstancias y los poderes fácticos tuvieron la mayor responsabilidad.

 Antes de terminar, dos observaciones. La primera es que, como habrán observado, a nuestro pueblo lo llamo Santeña. Me gusta. La segunda, decir que la fuente principal de las Crónicas ha sido mi hermano Juan. Hace tiempo ya y a petición mía, me pasó en borrador un amplio anecdotario con cuanto su prodigiosa memoria alma- cenaba de sus años en Santeña. Yo he inventariado y seleccionado el material disperso atendiendo a su contenido, he añadido el mío propio y os lo presento en grupos temáticos. Así mismo he suplido las abundantes lagunas e incoherencias con mis propios recuerdos o con lo que parecía más lógico en cada caso, y he dado forma al conjunto manteniendo siempre, dentro de lo posible, aquellos giros, expresiones y vocablos cuyo frescor y plasticidad reflejan mejor que cualquiera otra forma culta lo que se quiere decir o insinuar.

 Varias personas de distinta clase y condición han leído estas Memorias y debo decir que ha sido su juicio, favorable y entusiasta, lo que me ha animado a publicarlas.

 Nada más si no es deciros que han sido escritas durante años y con el profundo cariño que me inspira nuestro común suelo natal.

 Santeña. Primavera del 2009

 

A mi hermano Juan, alma de estas Crónicas



Tipos curiosos de Santeña; ‘Kekas’

 Hoy todo un hombre, ayer niño travieso y juguetón, pero víctima como tantos del hambre que siguió a la guerra, Miguel Calles, apodado Kekas, buscó el modo de acallar las tripas husmeando donde- quiera que hubiese algo que echarse a la boca. Y es que el hambre no tiene oídos pero sí un olfato de mastín.

 Primero, en la casa. Y era de ver cómo, por muy escondidos que su madre tuviera los escasos recursos del condumio doméstico, daba él siempre con el lugar y el modo de birlarlos. Como galgo que rastrea la presa, así también íbase él derecho al punto exacto y allí, in situ y en cosa de segundos, daba cuenta completa del botín. Pero como la canija despensa se tambaleaba con tan frecuente latrocinio, la abuela, que era la única que se quedaba en casa por incapacitada ya para el trabajo, montó la guardia las veinticuatro horas del día; y el polífago angelito, cual ave migratoria, se tuvo que buscar la vida fuera de la casa, pateando calles y corrales.

 Con todo, en más de una ocasión, Kekas burló la vigilancia del sabueso de la abuela y se salió con la suya.

***

 De pequeño no era todo lo ágil que podía esperarse de su edad. Había nacido con una lengua menos desliada de lo corriente y con una cabeza más voluminosa de lo normal, faltas éstas que, durante tiempo, fueron motivo para que algunos paisanos lo trataran de manera diferente. Como temía la burla de sus compañeros, el niño apenas se atrevía a salir. Entonces se tumbaba en el suelo de la casa, apoyaba los bracitos en el tranco de la puerta y se asomaba a la calle. Si veía a sus dos hermanos más pequeños salir a jugar, sentía celos y, en cuanto regresaba la madre de trabajar, le decía lloriqueando: “Mama, la Fifi (Josefina) y Pocholo (Manolo) s’han ío a la plaza”.

 En la casa colindante con la suya, vivía un señor apodado Solaito, casado y con un hijo de más o menos la edad de Kekas. La mujer se llamaba Esperanza, pero todo el pueblo la conocía por La Solaita, apodo que a ella le sentaba como un tiro en la sien. El inseparable amigo de Kekas, Juanillo El Posaero, sabía esto perfectamente por- que en su casa, que era la posada, entraba y salía mucha gente y todo se comentaba. Y como también era muy travieso y siempre estaba maquinando el modo de hacer alguna trastada a alguien, ideó la siguiente en complicidad con su amigo Kekas. Una tarde, después de la escuela, le dio su madre el enorme y suculento hoyo de aceite con pan caliente, que era la merienda habitual en Santeña y, con él en la mano, se fue para la casa de Kekas. Éste, al verlo, se levantó de un salto, miró la pitanza con la boca hecha agua y le dijo:
––“Dame un cacho”. Juanillo le contestó:
––“Sí, pero tienes que ponerte aquí en la puerta y, cuando salga la mujer del Solaito, le dices ‘Solaita, Solaita’. Si lo haces, te doy medio joyo”.
Volvió a mirar Kekas el apetitoso hoyo, se relamió los labios y preguntó:
––“¿Tiene azúcar?”
––“Sí. Mírala”.
Y, para demostrarlo, Juanillo pasó el dedo por encima del pan. Hubo una ligerísima pausa. Kekas miró a la puerta de la vecina,
luego miró al hoyo y contestó:
––“Bueno, cuando salga se lo digo, pero dos veces na más”.
––“De acuerdo”, -dijo el otro. Y se metió para dentro. Kekas, que acechaba en el tranco, dice:
––“Ya está en su puerta”. Juanillo respondió:
 

––“Pues venga, díselo ya”.
Kekas, que temía un chantaje de su amigo, le dice:
––“Dame el cacho de joyo ahora”. Juanillo, duro, contestó:
––“Cuando se lo digas”.
Entonces Kekas, asomando la cabeza, bajito y muerto de miedo, dijo:
––“O-laita, O-laita”
La vecina, al oírse nombrar por tan insultante alias, se volvió para él y empezó a gritarle:
––“Sinvergüenza, feísimo de los demonios, cabezón. Como te pille te mato, Kekas de la mierda”.
El niño, temblando, saltó del tranco adentro y cerró la puerta no fuera a entrar la endiablada vecina. Juanillo, que no había dejado entre tanto de mordisquear su sabroso hoyo, sin nada que objetar y satisfecho por haberse reído un poco, lo partió por la mitad y le entregó su tan deseada y merecida parte a Kekas. Éste, al cogerla, se queda mirándola, mira luego la de su amigo y le dice:
––“Este cacho es más chico que el que habíamos tratado”. Pero no hubo componenda. Y en tres bocados lo despachó.

***

 En otra ocasión, aprovechando un descuido de la abuela, que entró en el corralillo a hacer sus necesidades, saltó Kekas por la puerta, que era partida en dos hojas horizontales, dispuesto a “dar la embroscá”. Como cada día, sin otros ingredientes que un puñado de garbanzos marengos, agua con algo de sal y una pequeñísima porción de tocino rancio para darle sabor, la olla borboteaba a la lumbre. Con la rapidez del relámpago, sacó Kekas del cajón de la mesa un cuscurro de pan con idea de ablandarlo mojándolo en el caldo de la olla y enganchar, si podía, algo del tocino que, rancio y todo, a él le sabía a gloria. Se acercó a la lumbre, destapó la olla con la mano libre y fue a meter el pan, pero vio que había poco caldo. Entonces se le ocurrió inclinar la olla para que el caldo saliera y así mojar el pan a su gusto, todo esto sin abandonar la vigilancia pues la abuela podía asomar de un instante a otro. Pero, claro, con tanta celeridad, los nervios y, por si fuera poco, el asa de la olla que estaba ardiendo, ocurrió lo que tenía que ocurrir: la olla se volcó, el caldo se derramó, el tocino se salió y dentro sólo quedaron los garbanzos de muestra; en el preciso momento en que aparecía la abuela, la cual, al ver por tierra los restos del naufragio, empezó a increpar al nieto como una loca mientras el niño se defendía diciendo que había sido el gato y que él había entrado al oír el estruendo. A los gritos de las dos generaciones entró Juanillo, que aguardaba en la puerta, y dijo que era verdad, que había sido el gato porque él lo había asustado y el bicho había dado una “voletá” y había tirado la olla. La anciana entonces cogió la escoba y empezó a dar escobazos a diestra y siniestra diciéndoles canallas y “enzonribles”, maldiciendo al gato “que no hace na más que dar por culo porque ni caza ni mierda” y lamentándose de la catástrofe tan grande que acababa de sobrevenirles. Kekas, que vio a su abuela de aquella manera, le gritaba que los garbanzos se habían salvado y que la cosa tenía arreglo porque Juanillo iba a ir a su casa por una poca manteca para darle gusto otra vez.
––“Y deja la escoba ya, agüela; que aquí no ha pasao na”.
Juanillo accedió gustoso y esto tranquilizó a la furiosa anciana que ya había visto peligrar la pitanza del día. Soltó, entonces, la es- coba y se fue por el pipo para lavar los garbanzos y echar de nuevo agua a la olla. Mientras lo hacía, le dijo a Kekas que subiera por sal a la cámara. Va Kekas a subir pero, al darle a la llave, ve que no hay luz y, contrariado, grita:
––“Agüela, la perilla no se enciende”.
Entonces la abuela, limpiándose los ojos con el pico del delantal, contesta resignadamente:
––“Las desgracias nunca vienen solas. Has volcao la olla y ahora se funde la perilla”.

***

Como la gente acomodada sabía de la incondicional disponibilidad de los pobres para el servicio, -pues, al menos, medio celemín de garbanzos o un buen trozo de tocino caía por el trabajo realiza- do- un buen hombre del pueblo llamado Mariano, famoso por sus ocurrencias o ‘cojonás’, deseoso de reírse un rato a costa del célebre Kekas, fue en busca de su madre y le dijo.
––“María, dile a tu Miguel que venga a verme, que tengo un trabajillo para él”.
Solícita como toda madre, fue al instante con la misiva a su hijo y, tres minutos más tarde, estaba Kekas delante de Mariano. Éste, serio y grave como si hablara a una persona mayor, le dijo:
––“Tengo en la era una parva de garbanzos a falta de trilla y como no ponga a alguien pa que me la guarde, mañana por la mañana no me queda ni pa una olla. Así que ya sabes cuál es tu trabajo: vigilar y que no se acerquen ni las moscas. Si cumples, por la mañana tendrás un par de durejos, que no está mal, ¿verdad?”
El niño dijo que sí en el acto y miró al amo con sonrisa de inocencia mientras sus vivarachos ojillos parecían añadir “gracias por haberme llamado”. Salió corriendo en busca de su madre y, con aire de persona mayor, le dijo en qué consistía la faena y los dos duros que ganaría por el servicio.
Cuando empezaba a anochecer, salió Kekas de su casa con la man- ta al hombro y el estómago algo protestón, pero feliz porque, a la mañana siguiente, una al menos de las diez pesetas iría a su bolsillo. Llegó a la era, que estaba como a tres tiros de piedra del pueblo, y Mariano, que lo aguardaba sentado en el balate y fumando, después de encarecerle de nuevo que no abandonara la guardia, que había mucho maleante y peligraba la cosecha, le dio las buenas noches y se perdió en la oscuridad. El niño hizo un hueco en la parva apartando las garibolas para que no le pincharan, se lió en la manta, miró a su alrededor un par de veces y, no viendo a nadie ni nada sospechoso, se acostó. Oíanse los grillos, algún mochuelo despistado y el perro de turno. Olía la era a salitre y a paja. El muchachito se incorporaba de vez en cuando y miraba con cautela a su alrededor. Luego volvía a echarse y, al rato, otra vez lo mismo. Así estaría un par de horas, fiel a la orden del amo. Pero la noche pudo más que su voluntad y, al fin, cayó dormido.


¡Una pantasma en la era de Mariano! ¡Un susto en la era de Mariano! ¡Un susto!

 Mariano, que no se había ido como diera a entender sino que se había escondido detrás de un olivo en espera de poner en práctica su propósito, espiaba perfectamente todos los movimientos del peque- ño guardián; y cuando ya no lo vio levantarse a mirar, sacó del hato una sábana vieja y un farol que había traído para el efecto y se fue hacia uno de los olivos más próximos a la era. Cogió un terrón y se lo guardó en el bolsillo, a continuación se subió al olivo y se envolvió en la sábana, luego encendió el farol y lo colgó de una rama frente a él de manera que quedara perfectamente visible. Aguardó unos instantes todavía y, al fin, lanzó el terrón hacia donde estaba Kekas. Al caer sobre las secas ramas de los garbanzos hizo un gran ruido y el niño se despertó. Sobresaltado, miró a un lado y otro y cuando sus ojos tropezaron con aquel espectro luminoso suspendido en el aire como una aparición, un grito de terror desgarró el silencio de la noche, y una silueta como de alma que lleva el diablo se precipitó camino abajo en dirección del pueblo gritando a desgañitarse: “¡Una pantasma en la era de Mariano! ¡Un susto en la era de Mariano! ¡Una pantasma! ¡Ay! ¡Ay¡ ¡Un susto!” El vocerío era tal que sembró la alarma entre los que ya dormían y los que todavía tomaban el fresco a las puertas de sus casas. Todos fueron derechos a la casa de la familia a conocer la causa de aquel alboroto protagonizado por el niño. Kekas, rodeado de los suyos, que no sabían qué hacer ni qué decir, y como en trance, continuaba gritando lo del “susto” y la “pantas- ma” y la “pantasma” y el “susto”, intercalando entre uno y otro un desesperado “¡Mama, tila! ¡Mama, tila!” Pero como ni tila había en la casa aun con ser tantos los sobresaltos que el hambre provocaba casi a diario, la misma Caridad en persona -pues Caridad se llamaba precisamente la vecina- entró a los pocos minutos abriéndose paso entre los concurrentes con un tazón humeando del milagroso tranquilizante, y se dirigió a la víctima. El niño cogió el tazón entre sus manos y se lo llevó a la boca con ansia, pero, al notar que quemaba, lo apartó con tal furia que casi se lo echa encima. Lo aguó la madre un poco y el jovencito se lo bebió de un tirón, volviendo inmediatamente a su “pantasma” y “susto” sin dejar de gimotear. Después calló unos instantes y entró en un estado de sopor que tranquilizó a todos. La gente empezó a marcharse echando las culpas a Mariano “que siempre está de cojonás”, y en seguida quedó la familia sola. Luego se acostaron también los de la casa, y, cuando madre e hijo quedaron solos, algo más sereno ya y casi lastimoso, cogiéndola del vestido y en voz baja, le dijo: “Mama, un joyo”.

***

 Lo que hoy es el pequeño y bello parque municipal, situado en- tre la plaza y el Hogar del Pensionista, fue en otros tiempos ‘la era de los bueyes’, un lugar de usos múltiples donde se arrojaban las basuras, se amontonaba la madera de la alameda -los ‘castillos’- mientras la retiraban los compradores, estacionaban sus carros los carreteros del pueblo y hacían parada las ‘trupes’ de nómadas, que, por aquellos tiempos, eran numerosas. Venían en burros o carretas cargadas de ‘mindaraches’, con rostros enjutos y cobrizos, brillantes de sudor o moqueando de frío. Entraban en la era formando un alboroto descomunal pues al griterío de la churumbelada se sumaban las maldiciones de los adultos y el achacoso traqueteo de los carromatos aprisionados en una maraña de sogas y alambres que, al tiempo que sujetaban la variopinta carga, evitaban que las sufridas piezas del vehículo se soltaran con el embate de los baches. Entre los visitantes de la era había uno realmente curioso que acabó siendo parte del paisaje local: El Húngaro. Su trupe pasaba temporadas en el pueblo, sobre todo cuando entraban las lluvias. Allí instalaban su campamento aprovechando los ‘castillos’ -si los había- para sujetar los picos de un enorme toldo que les servía de jaima, y bajo este ha- bitáculo y a la vista de todos, hacían su vida como si tal cosa. Cada vez que aquel hombre, negro como el hollín y escurrido como la mojama, aparecía montado en el pescante de su carricoche con las riendas en las manos, los codos apoyados en las rodillas, la gorra marinera terciada a la derecha y el eterno cigarro apagado en una esquina de la boca, niños y mayores nos asomábamos a la muralla para verlo como si de una atracción de circo se tratara. Traían un carro de buena factura y a ninguno de ellos se le veía pordiosear por el pueblo ni robar pues tenían para comer y hasta comían bien. Y es que El Húngaro era un verdadero genio de la forja con la que se ganaba sus buenos cuartos. Pero, fuera por adicción étnica al noma- dismo, fuera por necesidad, lo cierto es que, durante gran parte del año, aquel hombre se echaba a los caminos en busca de aldeas perdidas donde restañar ollas o hacer trabajos rutinarios de hojalatería. Y Santeña, por alguna desconocida razón, parecía destino preferente. El Húngaro estaba casado con Remedios y tenía dos hijos, Cristino y Pollita; pero aquí venía con La Manuela, una gitana de Moraleda a la que lo unía un hijo de diez años llamado Porretales. Así le decían sus padres y por este nombre era conocido.

 Kekas, que, por la razón que sabemos, pasaba la mayor parte del día en su casa, en cuanto oía decir que venía El Húngaro, salía tirado a la muralla, se arrellanaba cómodamente en un punto desde donde podía observar sin ser muy visto, y allí se quedaba contemplando aquella curiosa estampa de colores y maldiciones.
Niño avispado pero receloso, no había conversación a su alcan- ce que no atendiera con interés para poder dar luego explicación a quien la solicitara. En una de estas conversaciones que tenían lugar en casa de la vecina Amparo Gómez, oyó decir a alguien que los gitanos, cuando se les mienta algún animal de los llamados de mal agüero como las zorras o las bichas, salen corriendo. Deseoso él de experimentar la verdad del dicho, inmediatamente puso manos a la obra con los muchos pordioseros que a diario limosneaban de puerta en puerta. Pero el conjuro no le había dado resultado con ninguno de los casos experimentados y se preguntaba si la razón se- ría que no lo había dicho con toda la fuerza que se debía o más bien que los sujetos con los que había probado no eran gitanos legítimos. Por eso, estaba en ascuas hasta probarlo con un gitano de verdad. Y
¡quién más gitano que El Húngaro! Así que, una de las veces que el ilustre huésped se instaló en sus reales, se fue Kekas para la muralla, se sentó en el poyo y, cuando estuvo solo, empezó a provocar diciendo por lo bajito:
––“Poghetales, Poghetales”.
 

¡Que mene a zogha! ¡Que mene a zogha! (¡Que viene la zorra!)

 Porretales jugaba con algo en el carro y su madre, la Manuela, estaba encendiendo la lumbre para hacer la comida. Como vio que ninguno de ellos se daba por aludido, alzó un poco más la voz y volvió a repetir:
––“Poghetales, Poghetales”.
La gitana, que había oído la primera vez pero se había hecho la sorda adrede, enarbola ahora el hierro con el que atizaba la candela y echa a correr detrás de Kekas diciéndole: “Te voy a rajar de arto abajo, cabezón de los demonios. Te voy a rajar a ver si te metes la lengua en er culo, so hijo de la gran puta“. Al oír a la Manuela y ver que se venía detrás de él, Kekas, muerto de miedo, se olvidó completamente de su propósito y salió corriendo en dirección a su casa mirando de vez en cuando para atrás; pero viendo que la gitana se le echaba encima, se acordó de repente del conjuro y se puso a gritar:
––“Que mene a zogha, que mene a zogha”.
Corre uno y corre la otra, los dos ya en medio de la plaza y la gitana que casi lo alcanza. Entonces, viéndose perdido, se vuelve de nuevo y chilla:
––“¡Que mene a zoooghaaa! ¡Que mene a zoooghaaa!”
Y así hasta llegar a su puerta donde tropieza con algo, cae redondo al suelo y su abultada cabeza va a dar contra el afilado risco del tranco abriéndose una enorme brecha en la frente y poniendo de manifiesto que la teoría de mentar animales de mal agüero en presencia de los gitanos no causa el efecto que la gente dice.