Rafaela, la de Algarrobo

Caminos y gentes


 La pequeña aventura de una mujer que nació muy cerca del mar y terminó sus días al otro lado de las montañas, en las soledades de sierra Almijara.



Vista de la Axarquía malagueña, al fondo la Maroma

 Algunas veces las cosas llegan sin buscarlas, como la inspiración a un buen compositor. Eso es lo que ocurrió con este relato; hace unos días, alguien -que prefiere no darse a conocer- quiso comunicarme que conocía una historia muy bonita a su juicio, y pensó que podría ser interesante para esta sección, "Almijara, caminos y gentes". Al poco me envió por fax cuatro folios manuscritos en los que resumía, con sus propias palabras, la vida de una sacrificada esposa y madre nacida hace más de un siglo, que pasó muchos años en un cortijo de la sierra de la Almijara. Ante todo, mi informador quería preservar la verdadera identidad de los protagonistas de esta historia, por eso no aparecen aquí fotografías de ellos y por eso también en los papeles que me remitió los citaba con nombres ficticios: a ella la llama María y a su marido José. Al revisar esas páginas escritas a mano reparé en el mucho cariño que esta persona debió sentir por la protagonista del relato, pues está salpicado de expresiones que así lo evidencian. Tras una atenta lectura de la narración y una conversación posterior en la que aclaramos algunas dudas y completé la información que necesitaba, he intentado reconstruir un poco de la vida de esta mujer -finalmente acordamos que ella merece ser llamada por su nombre real, que no es María, por supuesto. Se llamaba Rafaela-.

 Rafaela era una muchacha feliz y llena de proyectos que nació a principios del siglo XX en Algarrobo, "un pueblecito de la costa malagueña", como indica el escrito original. Pero antes de continuar, situémonos un poco en el contexto de aquella época.
 
Manuscrito original con la historia de Rafaela




Manuscrito original

 Corría el año 1910. Ha pasado poco más de un siglo, que tampoco es demasiado, pero desde luego, sí que eran otros tiempos. Por aquel entonces reinaba en España Alfonso XIII y la situación en el país era inestable: la democracia de aquella época no conseguía impedir los continuos desórdenes por causas políticas. Además, la diferencia entre clases sociales era muy marcada y esa desigualdad generaba cada vez más tensión en la sociedad. En los salones aún se estilaban para las señoras las faldas largas hasta los tobillos, los corsés bien apretados y los sombreros de plumas, cuanto más pomposos mejor. Los caballeros seguían llevando tiesas levitas, chaqués con pajarita, cuellos almidonados… pero eso, claro está, era la moda de las clases pudientes de las ciudades. En el mundo rural, y más en nuestra sufrida Andalucía, las circunstancias eran -para la mayoría- bien distintas; como si habitasen en un universo paralelo, la mera existencia suponía para casi todos una lucha continua por salir delante de la mejor forma posible, y sin perder demasiado por el camino.

 
Algarrobo a principios del siglo XX, foto de Axarquía viva

 Nuestra heroína, pues hay muchas formas de ser un héroe, nació en el seno de una familia de clase media rural -no eran ricos, pero tampoco les faltaba de nada- si tenemos en cuenta la época y el lugar. Rafaela era la hija menor y la preferida de un viudo que se había casado en segundas nupcias, y que ya tenía un hijo de su primer matrimonio. De aquella nueva unión le nacieron tres hijos más: dos niños y una niña, ella, la única hembra y la menor, con lo que toda la familia miraba mucho por la niña. Los cuatro hermanos se llevaban bien, y en concreto el mayor de todos -era hermanastro, en realidad- tenía verdadera pasión por su hermanilla.

 Desde pequeña Rafaela se acostumbró a vivir arropada por el cariño y protección de sus padres y hermanos; por lo demás tuvo la oportunidad ir al colegio hasta los quince años, cosa inusual en aquella época y más aún para una niña. Era despierta y aplicada; aprendió a leer, escribir y todo lo que se enseñaba en la época a los futuros hombres y mujeres de provecho: cultura general y algo de gramática, cálculo, historia y geografía, caligrafía e historia sagrada. También aprendió a dibujar, coser y bordar. La muchacha siempre fue consciente de su buena suerte, pues mientras ella se formaba para un futuro mejor, veía cómo casi todas sus amigas no tenían más remedio que ayudar a sus padres en las tareas de la casa o en el campo. Cuando Rafaela alcanzó la edad de "la niña bonita" sus padres, unos verdaderos adelantados a su tiempo, decidieron que debía aprender un oficio que le permitiese en el futuro ganar su dinero y ser independiente, si así lo deseaba. Así que la chica entró como aprendiz en la sastrería del pueblo, pues todos pensaron que ser sastra -y coser para hombres y mujeres- era mejor que ser sólo modista.
 

Otro rincón de la Axarquía

 Pasaron unos años y Rafaela se convirtió en una muchacha buena, alegre y guapetona -era alta y morena, de tez blanca y con "unos colores que parecían la hoja de la rosa"-. En su pueblo decían que ella lo reunía todo: belleza, una buena profesión y un nivel cultural evidentemente superior al de casi todas las mozuelas de su edad. Estas circunstancias le brindaron la admiración de muchos mozos de su pueblo y alrededores, pero aunque tuvo bastantes pretendientes, a ninguno quiso Rafaela como novio. Es posible que estuviese esperando encontrar a alguien diferente; no sé si un príncipe azul, pero sí quizá alguien más parecido a ella misma que los muchachos que ya conocía. Sí; Rafaela sabía que era afortunada.

 Entonces -como sucede en los cuentos- su fama llegó a oídos de un rico viudo que vivía más allá de las montañas en cuyas faldas se asienta Algarrobo; aquellas cumbres desconocidas que ella había considerado siempre tan lejanas. Se trataba de un próspero hombre de campo que había perdido a su primera esposa y necesitaba una mujer fuerte y capaz que se encargase de su casa y de sus cuatro hijos huérfanos. La madre de este hombre había encargado a una casamentera que buscase a su hijo una novia apañada, pero al oír hablar de Rafaela, el viudo quiso conocerla cuanto antes. El oficio de casamentera era muy común en otros tiempos; generalmente se trataba de una mujer mayor, seria y discreta, que ejercía de intermediaria en la petición de matrimonio de un hombre a una mujer cuando las circunstancias del caballero -viudedad, timidez u otras- le impedían buscar esposa por sí mismo. La casamentera se entrevistaba con el demandante, que le exponía sus preferencias y necesidades, y ella se encargaba de localizar futuras candidatas para ese matrimonio. Luego hablaba con la mujer elegida y su familia, elogiando las cualidades económicas y personales del pretendiente. Por último se concertaba una cita entre ambos y se esperaba el resultado. Si el asunto terminaba en boda la casamentera recibía una buena cantidad de dinero, y si no, se la compensaba con una propina.

 Así ocurrió en el caso de nuestra protagonista. Se organizó una cita en casa de sus padres en la que todos se conocieron; en cuanto el viudo vio a Rafaela y habló con ella quedó rápidamente convencido de que era lo que estaba buscando, y enseguida le propuso matrimonio. Aunque en un principio Rafaela era reticente a tal arreglo, terminó accediendo a la propuesta: su propia madre se había casado con un viudo y era feliz; su hermanastro había resultado un cariñoso hermano mayor para todos. ¿Por qué este matrimonio suyo no iba a salir bien…? Además de bien plantado, su pretendiente era un hombre rico, con lo que su bienestar económico estaría garantizado, y ella además tenía su profesión, que podría ejercer cuando quisiera. Tras considerar pros y contras, Rafaela dijo sí.

 
Ermita de San Sebastián

"…Sube, caballero / sube para arriba / si quieres amores / con esta mujercita. / Una mujercita / que sea de tu tiempo, / después si os conviene / habláis de casamiento..."

 Se casaron en Algarrobo al poco tiempo -ella tenía veintitrés años, él era doce años mayor- y apenas Rafaela se quitó el traje de novia tuvo que despedirse de su familia, pues su marido se la llevó inmediatamente a su nuevo hogar. La muchacha dejó atrás su cómoda vida en el pueblo y se trasladó a un gran cortijo en la sierra de la Almijara; era ciertamente una buena finca, con abundantes tierras y ganado, en la que vivían varias familias de trabajadores además de la suya. Pero allí, ¡ay! se encontró con un panorama bien distinto al que ella había imaginado. Su nueva casa era grande, sí, pero al no tener una mujer que la llevase estaba totalmente descuidada; los hijos de su marido eran cuatro chiquillos asilvestrados de entre dos y ocho años, que estaban acostumbrados a vivir sin la atención de una madre; aquella era una vida aislada entre montañas, sin más vecinos que los trabajadores de la finca; todo era un ambiente radicalmente opuesto a lo que ella había conocido hasta entonces. Incluso debía afrontar tareas que nunca había realizado antes, como amasar pan, hacer queso, cuidar los animales… pero ella, animosa, decidió encarar con alegría su nueva vida. Aprendió a manejarse en aquella trabajosa vivienda y a meter en cintura poco a poco a aquellas cuatro criaturas que, como animalillos del campo, no se dejaban domesticar; aprendió a hacer lo que no sabía, y a lo más duro de todo: a pasar sin el cariño y la compañía de los suyos.

 
Una casita de Algarrobo

 Pero con el paso de los meses se fue revelando el verdadero carácter de su marido. Era un hombre rico pero tacaño, y tenía un talante serio, terco y autoritario; igualmente parecía que era incapaz de sentir cariño por nadie, incluidos sus propios hijos y su nueva mujer. Al poco tiempo, a los ojos de aquel hombre ya no había nada que Rafaela hiciese bien, y de las malas palabras pasó pronto a las acciones, maltratándola no sólo psicológica sino también físicamente. Las palizas delante de los niños eran cada vez más frecuentes, y se prolongaron hasta que éstos se hicieron algo mayores y pudieron evitar, interponiéndose entre ella y su padre, que Rafaela recibiese más golpes. Cuando finalmente fueron llegando sus propios hijos -Rafaela tuvo cuatro varones y una hembra, que junto a los de su marido sumaban nueve- todo se complicó más, pues los hijos del primer y segundo matrimonio también tuvieron roces mientras fueron niños por cuestiones de celos entre hermanos. La vida se volvió ardua y triste para la pobre Rafaela, que se pasaba los días sobreponiéndose al maltrato de su marido y al exceso de trabajo por todas partes.

 Pero lo peor estaba por llegar. Cuando terminó la guerra civil, llegó a todos los rincones de aquellas montañas el problema de la guerrilla antifranquista, dificultando aún más la vida ya de por sí dura de los habitantes de las sierras Tejeda, Almijara y Alhama. El cortijo de Rafaela se convirtió temporalmente -como otros muchos lugares- en la sede de un destacamento de la Guardia Civil, circunstancia que alteró por completo la vida de la familia. Alguien debía cocinar para aquellos militares y mantener limpias sus dependencias, y como Rafaela ya tenía demasiados quehaceres, su marido no tuvo ningún reparo en emplear para esos menesteres a una amante suya a la que llegó a alojar en su propia casa, junto a su mujer y sus hijos. Rafaela tuvo que callar ante aquella nueva humillación y soportar que aquella extraña comiese en su mesa y durmiese en el "cuarto de las niñas" junto a sus propias hijas. Pero también intentó superar a aquella situación: sin respiro, durante todo el día, dedicaba su tiempo a trabajar y trabajar sin pensar en nada más, preocupada únicamente por cumplir con sus obligaciones. El trabajo era su vía de escape.

 A pesar de la vida que llevaba, el buen carácter de Rafaela no cambió. Era compasiva y generosa por naturaleza, y no dudaba en ayudar a quienes veía en peor situación que la suya llevándoles comida o consuelo si lo necesitaban. Incluso llegó a colaborar con algunos arrieros pobres que, durante las hambrunas de la posguerra, comerciaban de estraperlo para llevar algo más de pan a sus hijos. Cuando pasaban cerca de su casa, ella cooperaba poniendo bien a la vista una sábana blanca en una de las tapias del cortijo, que advertía a quienes llevaban alguna mercancía de contrabando de que había guardias civiles vigilando cerca. Por las noches Rafaela se metía en la cama exhausta, pero eso la ayudaba a dormir. Y cuando no podía dormir, se consolaba recordando su casa, sus padres y hermanos, sus amigas de niña y su pueblo, que aunque no estaba muy lejos, a ella se le antojaba el otro lado del mundo.

 
Calle típica de Algarrobo

 Rafaela continuó bregando con todo a la vez durante años, hasta que el agotamiento físico y la falta de alegrías empezaron a pasarle factura. Como una flor arrancada de su jardín y trasplantada sin miramientos, su cuerpo y su mente finalmente claudicaron y enfermó del corazón con sólo cuarenta años; a partir de entonces su vida fue una sucesión de mejorías y recaídas que la debilitaron con rapidez. Ella imaginaba que se acercaba su final y así lo comentó a sus hijos -los propios y los de su marido, pues para ella eran todos iguales- preparándolos para cuando ese momento llegase. Tras varias crisis cardíacas, la valiente Rafaela se apagó como una lamparilla una noche de noviembre, justo cuando se iba a dormir; acababa de cumplir cincuenta y siete años. Pero se fue conforme y en paz, en su cama, dando la mano a su hija menor y con la tranquilidad de quien sabe que ha procurado hacer siempre lo que debe.

 Y era así. Rafaela fue capaz de transformar aquel cortijo descuidado en una casa perfectamente organizada, y de convertir aquellos cuatro niños desatendidos en hombres de provecho y mujeres hábiles y competentes, igual que hizo con sus propios hijos. El recuerdo de Rafaela sigue vivo en sus descendientes; prueba de ello es esta historia de hoy, que querría ser un sencillo homenaje a ella y a todas las mujeres que se dejaron literalmente el pellejo sacando adelante a sus familias, olvidadas de sí mismas y de todo lo que no fuesen sus obligaciones.
 

Entrada a Algarrobo, en la actualidad

 Hace unos días estuve Algarrobo por conocer el lugar e imbuirme un poco de su ambiente, antes de escribir sobre Rafaela. Me encontré con un pueblecito blanco de calles tranquilas y pulcros jardines en maceta, que vive a caballo entre verdes huertos de árboles frutales y la arena de la costa mediterránea. Pregunté por Rafaela y su familia a algunas personas mayores, pero recordaban pocas cosas de ellos, se ve que han pasado demasiados años. Di un paseo por la parte más antigua del pueblo, imaginando en cuál de aquellas casitas habría nacido ella. ¿Seguirá acaso en pie…? Al caminar pasé junto a una casa centenaria, muy bien conservada y con las ventanas llenas de macetas; en un impulso alargué la mano y corté una ramita de uno de los tiestos que tenía más cerca. A mi vuelta trasplanté ese esqueje antes de que se estropeara, y ahí sigue; creo que ha arraigado bien. Cada vez que lo riego me acuerdo de Rafaela… espero que con el tiempo se convierta en una planta fuerte y bonita, igual que lo fue ella. 


 
Fotos de Mariló V. Oyonarte.