Una casa con alma: esplendor y decadencia de la Venta de Panaderos (y II)

Caminos y gentes


La odisea -más que la historia- de una casa peculiar, contemplada a través de los años y los acontecimientos, personas y vivencias que se sucedieron, durante varias generaciones, en ese remoto rincón de la Sierra Almijara.


La Venta de Panaderos en la actualidad

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 Retomamos aquí esta historia, justo en el punto en el que la dejamos. Ana Herrero Herrero, esposa de Francisco Rodríguez Ramírez, propietarios ambos de la acreditada Venta de Panaderos, tomaba el camino de Málaga pocas horas después de tener noticia de que su marido había sido detenido por la guardia civil. ¿Su delito? Prestar apoyo logístico a la gente de la sierra, aquellos esquivos guerrilleros que luchaban desde sus escondites en las montañas -con mucho empeño y pocos medios- contra la autoridad del momento: el régimen del general Franco. Ana viajaba con la intención de ver a su marido, o al menos de intentarlo. Quería comprobar por sí misma que se encontraba bien, como le habían informado, e interceder ante sus captores, si no para que lo dejasen libre -hecho que sabía impensable-, al menos para que su castigo no fuese muy severo. Los seis hijos del matrimonio, con edades comprendidas entre los veintiuno y los doce años, se quedaron solos en la casa familiar, la Venta de Panaderos, a la espera de que sus padres escapasen con bien de tan amargas circunstancias.

 Llegar a Málaga y reunirse con un anciano e influyente sacerdote amigo de la familia, fue todo uno. Ana le suplicó, puesto que estaba muy bien relacionado, que mediase entre ella y la guardia civil. Consciente de la delicada situación de sus conocidos, el cura visitó al Comandante Juez don Benigno Ruiz, ante quien intercedió en favor del detenido. Pero no hubo nada que hacer: el empeño de la Benemérita en aniquilar la pequeña pero enérgica rebelión antifranquista era férreo; los mandos ordenaban el encarcelamiento incondicional e inmediato de todo aquel que prestase a los de la sierra el más mínimo apoyo. Francisco Rodríguez Ramírez acababa de ser condenado a dos años de encarcelamiento, a cumplir en la prisión de Málaga. Ana, pues, ya no tenía nada que hacer en la ciudad, así que tras cuatro días de infructuosas gestiones regresó, abatida pero no vencida, a Frigiliana. 


Prisión Provincial de Málaga, donde cumplía condena Francisco Rodríguez Ramírez

 Ya se disponía a tomar el sendero de su casa cuando los vecinos del pueblo la avisaron de que los niños no estaban en la Venta de Panaderos; la esperaban, desde hacía unos días, en casa de sus parientes del Cortijo de la Viña. Ana voló allí para encontrarse con sus hijos, que entre lloros le contaron que el mismo día que ella había salido de viaje se había presentado en la venta un grupo de siete guardias civiles, al mando del temido cabo José Gómez Calet. Sin mediar palabra ni compadecerse de su angustia, el cabo los obligó a salir de la casa y esperar fuera, abrazados unos a otros, mientras los guardias efectuaban un minucioso registro del interior de la venta. Y es que el cabo Calet estaba convencido de que en alguna parte hallaría pruebas -ropas, munición, efectos personales, propaganda guerrillera, cualquier cosa serviría- de la culpabilidad de la familia, de su apoyo incondicional, según él, a la gente de la sierra. Pero por mucho que sus hombres revolvieron dentro y fuera, no encontraron nada sospechoso. Quizá frustrado por ello, el cabo ordenó a las hermanas mayores que se aprestasen a empaquetar lo más preciso porque ese mismo día, antes de que cayera la noche, tenían que abandonar su casa. Y, ¡ay del que osara desobedecer sus órdenes! Los niños se miraban entre sí, desesperados, sin saber qué hacer. Fue Rita, la tercera de las hijas de Ana -de quince años de edad-, la que rogó al cabo que por Dios les concediese algo más de tiempo, pues no eran capaces ellos solos de recogerlo todo en tan pocas horas, a lo cual accedió el cabo. Dolores, como hermana mayor y cabeza de familia en ese momento, envió recado a unos parientes para que al día siguiente a última hora se presentasen en la venta con las bestias y los ayudasen a trasladarse. Esa noche, el cabo Calet y sus guardias se quedaron a dormir en la Venta de Panaderos, donde entraron como Pedro por su casa, cenaron cuanto les vino en gana y ocuparon varias habitaciones para descansar.

 Al día siguiente, a primera hora de la mañana, apareció en la venta el cabo Antonio González Bueno, más conocido como el Cabo Largo, famoso en toda la comarca por su crueldad sin límite. Mientras Dolores y sus hermanos se afanaban en recoger ropas y pequeños bártulos, ayudados por su primo Antonio Sánchez Recio y un trabajador de la venta -Carlillos le llamaban-, el Cabo Largo se jactaba ante los consternados muchachos de que por fin había llegado la hora de ajustar las cuentas a su familia. Los niños repasaron bultos y hatillos; dentro de la casa quedaron los muebles, los aperos de labranza, comida y un sinfín de enseres y objetos menudos que no había forma de llevarse. Todo fue cargado en dos mulas. Cuando por fin estuvieron listos la guardia civil, que no les había quitado el ojo de encima ni un minuto, marchó a Frigiliana encargándoles que no tardasen en emprender la bajada ellos también. Los guardias desparecieron tras la primera curva del camino; entonces y sólo entonces los hijos de Ana y Francisco cerraron los postigos de las ventanas y la puerta de la Venta de Panaderos con la única llave que tenían. Dolores la guardó en uno de sus bolsillos y, entre lágrimas, los niños se despidieron de su casa. Desde allí caminaron directos al Cortijo de la Viña, situado a la entrada de Frigiliana, donde ya los esperaban los familiares que se encargarían de atenderlos hasta que volviese su madre de Málaga.


Calle de Frigiliana

 Ana y sus hijos se instalaron provisionalmente en el cortijo. Pasaron unas semanas; aunque lo habían solicitado, no podían visitar -lo tenían expresamente prohibido- la Venta de Panaderos. Con el mes de noviembre llegó la época de recoger la cosecha de aceitunas, habichuelas y otros productos de la huerta que la familia tenía sembrados en los terrenos de alrededor de la casa. Ana se acercó al cuartel de la guardia civil y pidió permiso, sin muchas esperanzas, para subir a la venta y recoger al menos la aceituna y las habichuelas, pero esa solicitud -como era de esperar- no fue atendida. La familia de Ana, privada de las ganancias que le hubieran supuesto la recogida y venta de sus cosechas, se quedó sin ingresos ni medio alguno de vida. Ellos no querían resultar una carga para los parientes que los habían acogido, por lo que no vieron más salida que mudarse temporalmente a Málaga. Allí estarían cerca de Francisco, que continuaba cumpliendo su pena, y Dolores y Ana, las hijas mayores, podrían encontrar trabajo como sirvientas, algo muy demandado en la época. Con sus sueldos la familia esperaba subsistir hasta que el cabeza de familia concluyese su deuda con la justicia.

 Mientras tanto la Venta de Panaderos, desalojada, cerrada a cal y canto, quedó en espera del regreso de sus habitantes. Pero la guardia civil pasaba por allí con demasiada frecuencia. Sabían que los guerrilleros se ocultaban muy cerca y que la ventajosa posición de aquella casa podría servirles, antes o después, para caer sobre ellos. Decidieron que sería bueno utilizar la venta como destacamento provisional, desde el cual organizar batidas en las proximidades; para ello intentaron abrir la puerta y acceder al interior, pero fue en vano, ya que la misma se encontraba sólidamente cerrada por Dolores, con varias vueltas de llave. Visto lo visto y sin pensarlo dos veces -como era su costumbre en cuestiones de esta índole- echaron la puerta abajo y penetraron en la casa. Los guardias civiles comprobaron que ésta se encontraba a punto para ser utilizada por cualquiera -también por los de la sierra- si se quedaba abierta, ahora que la puerta estaba inservible. Así que no encontraron mejor solución que prenderle fuego. La legendaria Venta de Panaderos, con sus siglos de historia a cuestas, ardió casi por los cuatro costados, rápida, violentamente; las llamas alcanzaron varios metros de altura mientras se cebaban en puertas y ventanas, en las vigas del techo, en los muebles, en la paja del pajar… Todo la fachada principal de la casa resultó dañada irremisiblemente, pero por fortuna las grandes dimensiones de la construcción evitaron que ardiese en su totalidad -muchos de los cuartos interiores quedaron en pie-. También se cortaron y quemaron varios olivos, todo por orden de la guardia civil, aunque ésta lo negaría más tarde. 

 Algunos vecinos de Frigiliana, testigos de lo sucedido, dieron cuenta a Ana de lo que se había hecho con su casa; ésta y su hija Dolores tuvieron arrestos suficientes para volver al pueblo tras solicitar un permiso -que esta vez sí les fue concedido, tal vez por la gravedad de la situación- para ir a verla, quizá por última vez. Cuando ambas mujeres contemplaron la fachada calcinada de la venta, que era todo lo que poseían, se abrazaron estrechamente, sin decir palabra.


La Venta de Panaderos

 Una vez de vuelta en Málaga, Ana quiso dejar constancia de su situación. En el mes de agosto de 1948, cuando estaba a punto de cumplirse el primer año de reclusión de su marido, la valiente mujer, aun a sabiendas de que su denuncia no tendría mucho recorrido, acudió al Juzgado Militar número 2 de esa ciudad para denunciar todo lo acontecido, responsabilizando de ello a los dos cabos a los que consideraba culpables de la desgracia de su familia: el cabo Calet y el Cabo Largo. Tras tomar declaración a ella y a sus hijos, a varios trabajadores de la venta y a los cabos responsables de aquel desastre, la denuncia quedó archivada por falta de pruebas al año siguiente, en agosto del año 1949.

Los términos exactos de esa denuncia quedaron reflejados, literalmente, como sigue:

"Excelentísimo señor,

 Ana Herrero Herrero, mayor de edad, casada, natural y vecina de Frigiliana, con domicilio accidental en Málaga, calle Trinidad número 85, a V.E. respetuosamente expone:

 Que tiene a su marido Francisco Rodríguez Ramírez preso en la prisión de Málaga, condenado a dos años de prisión por haber sido forzado por bandoleros a llevarles unos encargos con amenazas, y al ser detenido nos fue ordenado por la guardia civil de Frigiliana que en un plazo de dos días abandonáramos la venta donde vivíamos, lo que hube de efectuar con mis seis hijos, dos de ellos varones menores de doce años con los cuales me trasladé al pueblo, y no pudiendo continuar en el mismo por falta de recursos y de casa me trasladé a Málaga, donde resido sin otros medios para subsistir que lo que ganan mis dos hijas mayores como domésticas, únicos recursos para mantenernos el resto de la familia, por haber tenido que abandonar el único medio de vida con que contábamos en la venta donde vivíamos. Al no poder recoger la cosecha de aceitunas y judías así como los productos de la huerta por no habernos permitido el puesto de la guardia civil de Frigiliana que fuésemos a recoger la cosecha, habiéndose perdido toda ella, ocasionándonos un perjuicio de unas quince mil pesetas, que nos ha dejado en la mayor miseria y con cuyos productos o el importe de su venta hubiéramos podido atender a nuestras necesidades, hasta que el cabeza de familia hubiera cumplido su condena. No paran aquí nuestros sufrimientos, pues tuvimos noticias de que nuestra casa había sido quemada, y conseguida autorización del señor Teniente Coronel de la guardia civil de Málaga pude ir a la venta, comprobando que había sido quemado el pajar lleno de paja, hundiéndose en una habitación de más de diez metros, la principal de la casa; en la cuadra fueron quemados varios objetos que prendieron las vigas, que tienen señales del fuego. También fueron quemadas una tabla de trilla y efectos y enseres, entre ellos una criba, así como puertas y ventanas que fueron arrancadas y un olivo fue cortado para hacer carbón , con lo que a las pérdidas de la cosecha con ésta se ha llegado a nuestra total ruina, y como esto ocurrió encontrándose alojados en la vivienda la guardia civil , que fue quien mandó cortar el olivo y llevando carboneros hacer carbón con él, es por lo que,

 Suplico a V. E. que en nombre de la justicia se subsanen las causas de las pérdidas que hemos padecido, ello es justo, y se nos indemnice por quien corresponda, ya que si mi esposo cometió algún delito al que fue forzado, sufre la condena que la Ley le puso, y no es justo que sus hijos y su esposa sufran mayor miseria por todo lo que anteriormente se expone, y habiendo sufrido tanto al ser perseguidos por los rojos, pudiendo informar de nuestra condena las autoridades y el pueblo de Frigiliana. Es justicia que una madre pida a V. E., cuya vida guarde Dios muchos años.

Málaga, 21 de agosto de 1948"

(Firmado: Ana Herrero Herrero)





Documentación original de la denuncia (escrito presentado por Ana, y el archivo oficial de la misma). Fotos de Mariló V. Oyonarte

Aunque había quedado semidestruida, la Venta de Panaderos fue efectivamente utilizada por las fuerzas de la guardia civil como base para vigilar aquel escabroso rincón de la sierra donde se refugiaban los maquis. Uno de los enfrentamientos más importantes entre los guerrilleros y sus perseguidores se daría precisamente allí, en los alrededores de la casa de Ana y su familia. Con sus fuerzas cada vez más mermadas y dispersas, la gente de la sierra había resuelto reunirse en los campamentos que tenían ocultos a lo largo del intrincado Barranco Bartolo, en la ladera sur del Cerro Lucero. Para organizar esa reunión se mandaron avisos a los distintos grupos guerrilleros a través de numerosos enlaces; la guardia civil, que acechaba en todo momento y tenía confidentes por doquier, sospechó que algo grande se estaba tramando. El día elegido para llevar a cabo esa reunión fue el seis de diciembre de 1948. Unos noventa guerrilleros se dieron cita en los alrededores de la histórica venta con idea de intercambiar información, armamento y también -si la ocasión lo propiciaba- disfrutar de algo parecido a una comida de Navidad, para la que habían reunido doce cabras que pensaban sacrificar y comerse entre todos.

 Mientras preparaban su asamblea, los guerrilleros notaron ciertos movimientos en la cabecera del río Higuerón -justo por debajo de sus posiciones-, pero no hicieron caso creyendo que eran cabras monteses. Se trataba de varios destacamentos de guardias civiles llegados desde distintos puntos de la comarca que sumaban casi cien hombres, a los que escoltaba una compañía de Regulares -la temible guardia mora- que iba en avanzadilla. Y ya los tenían encima. "¡Rojillos, bajad para abajo!" les gritaban desde abajo los soldados. "¡Subid a por nosotros!" respondían los interpelados. A las ocho y media de la mañana comenzó el tableteo de las metralletas. El combate fue muy duro y duró todo el día, hasta que se puso el sol. Con la oscuridad de la noche los de la sierra, que conocían el terreno como si fuese su casa, huyeron ladera arriba hasta salir por el collado de Puerto Llano, ya en la provincia de Granada -lugar que la guardia civil dejó sin cubrir por un inexplicable error táctico-, desde donde se dispersaron y lograron escapar. El célebre combate sólo dejó un muerto y varios heridos, en ambos bandos. Cuando amaneció el siguiente día, los guardias inspeccionaron la zona y descubrieron varios campamentos guerrilleros con señales de actividad reciente como rastros de sangre, casquillos de bala, camas hechas con esparto y abundantes restos de carne de cabra y otras viandas que iban a ser la comida de Navidad de los huidos, y que no llegó a celebrarse.

 La Venta de Panaderos continuó funcionando como destacamento de la guardia civil un tiempo más, hasta que el movimiento guerrillero fue aplastado definitivamente en el año 1952. Con los años regresaron la estabilidad y el sosiego a aquellas sierras, que por fortuna no volverían a vivir una situación como aquella.


Enfrentamiento en el Cerro Lucero. En rojo, las posiciones de los guerrilleros; en amarillo, las de la guardia civil. Foto de Mariló V. Oyonarte


Ruinas de los campamentos guerrilleros en el Barranco Bartolo. Fotos de José Aurelio Romero Navas



 Francisco Rodríguez Ramírez fue finalmente excarcelado y la familia de Ana al completo regresó a Frigiliana en el año 1954. No volvieron a habitar la venta, que se había deteriorado mucho en los últimos años, pero sí labraron sus tierras y mantuvieron allí al ganado. La actividad de la arriería, para entonces, había decaído considerablemente; muchos arrieros habían cambiado de oficio y el ambiente en los cortijos de la sierra ya no era el mismo de los años anteriores a la guerra civil, por lo que, a los cuatro años de su regreso, Ana y su marido decidieron vender la Venta de Panaderos y abandonar el lugar definitivamente. Fue Federico Sánchez Álvarez, un vecino de Frigiliana apodado "el molinero", quien en el año 1958 les compró la casa y el terreno circundante, por los que pagó ocho mil duros. Federico era cabrero y quería la venta para mantener allí a su rebaño de doscientas cabras durante la temporada del invierno. La casa, que por algunas partes estaba ya muy derrumbada -apenas le quedaban unas cuantas habitaciones en pie-, no era precisamente el mejor hogar del mundo. Poco quedaba ya de la magnífica hospedería de la que todos habían oído hablar; pero Federico y su familia tampoco necesitaban mucho más.


Federico "el molinero" y su familia vivieron unos años en la Venta de Panaderos

 Cultivaban los viejos bancales que, ajenos a la rápida decadencia de la casa, continuaban produciendo excelentes cosechas de melones y sandías, tomates, pimientos, habichuelas y patatas. Los veranos -"cuando más apretaba la calor"- Federico y los suyos se iban de trashumancia hasta los frescos y abundantes pastos de Sierra Nevada, caminando junto a sus cabras durante cinco días completos. En ese tiempo de ausencia, que se prolongaba hasta que caían los primeros copos de nieve en la sierra de Granada, la Venta de Panaderos se quedaba desierta y silenciosa. Durante cuatro años la familia de Federico ocupó las habitaciones que se encontraban en mejor estado de la casa, adecuándolas a sus necesidades. Después, cuando el deterioro de la construcción era ya generalizado, se mudaron a Frigiliana y subían a diario para labrar las tierras y vigilar las cabras, que ocupaban toda la superficie de la antigua posada, convertida a la sazón en un corral de más de cuatrocientos metros cuadrados. Eran los últimos coletazos de la arriería como forma de vida; de vez en cuando, sobre todo en verano, todavía pasaban algunos arrieros por el casi olvidado Camino Real de Granada. Cuando andaba por allí, Federico les vendía pequeñas cantidades de vino y echaba un rato de conversación con ellos. Pero los tiempos de la arriería y de las grandes ventas habían quedado definitivamente atrás.

 Las veredas empezaron a verse desiertas, al tiempo que muchos descendientes de los que tanto las habían frecuentado emigraban a otras zonas de España. El crepúsculo de toda una época no sólo había alcanzado a la Venta de Panaderos, sino también a sus alrededores. Las montañas quedaron convertidas en extensos cotos de caza que empezaban a atraer a otro tipo de interesados a las sierras. En el año 1968 Federico y su familia vendieron la Venta de Panaderos a un dentista militar granadino llamado Jesús del Castillo Enríquez, gran aficionado a la caza, que compró la vieja casa y sus terrenos para disfrutar de su deporte favorito en su tiempo libre. Existía un cupo de licencias de caza para locales, y poseer allí una propiedad, ya fuese grande o pequeña, permitía obtener uno de esos permisos. Cinco años después Jesús del Castillo, a su vez, traspasó la propiedad a un íntimo amigo suyo, el médico militar -también granadino- Miguel Travesí Jiménez, que compartía su pasión por la cacería. Corría el mes de enero del año 1973. La Venta de Panaderos era ya por entonces una absoluta ruina; nadie hubiera sospechado, sin conocerla de antemano, la sorprendente historia que atesoraban sus muros desvencijados. En la actualidad la venta continúa en manos de esa misma familia. 


Roberto Travesí Ydáñez, uno de sus actuales propietarios, en la Venta de Panaderos


Junto al periodista, escritor e investigador británico David Baird, con el libro de éste "La gente de la sierra". Foto de Mariló V. Oyonarte


 Hace setenta y un años que el odio ciego y un absurdo deseo de venganza propiciaron el declive de la histórica Venta de Panaderos. La guardia civil de la época no quiso reconocer la autoría del incendio; las culpas saltaron de unos a otros, aunque la gente de Frigiliana siempre supo la verdad. Con el paso del tiempo la leyenda de la Venta de Panaderos estuvo a punto de desaparecer, hasta que algunos investigadores se interesaron por la historia reciente de aquellas sierras. Periodistas de reconocido prestigio como el británico David Baird e historiadores de la talla de José Aurelio Romero Navas y Juan Morente Jiménez, entre otros, estudiaron el pasado de esa comarca y consiguieron recuperar un legado que ha quedado reflejado en publicaciones como "Bibliografía de la guerrilla", "Censo de guerrilleros", "Recuperando la memoria", "Vidas truncadas" y "La guerrilla en 1945", de José Aurelio Romero Navas; "Causa Perdida" , de Juan Morente, y "Entre dos Fuegos" y "La gente de la sierra", de David Baird; trabajos que no sólo nos han devuelto esa parte de la historia de España, sino que al mismo tiempo han resucitado hechos, lugares, personas y vivencias dignos de ser recordados, acaecidos durante una época en la que apenas se sabía de la tragedia que se desarrollaba en las montañas de Málaga y Granada.


La venta de Panaderos a finales de los años ochenta del siglo XX. Foto de José Aurelio Romero Navas




 Dice el refrán, y en este caso se cumple, que "quien tuvo, retuvo". Sólo hay que acercarse a la Venta de Panaderos y observar con un poco de atención: entreveremos todo lo que aquello fue. La casa conserva todavía, a pesar de su decrepitud, las proporciones equilibradas, la práctica sobriedad, el empaque y la dignidad que le dieron fama en sus mejores tiempos. Detalles que quedan constatados por la solidez de sus muros, reforzados con contrafuertes de piedra y ladrillo macizo, hechos para resistir en pie a lo largo de los siglos…



Muros exteriores y contrafuertes de la Venta de Panaderos

 Las generosas dimensiones interiores de aquella posada concebida para acoger a muchos viajeros, donde los incontables dormitorios siempre estaban llenos y aun así se podía hacer sitio para más…


El interior de la venta albergaba una superficie de más de quinientos metros cuadrados

 El ingenioso sistema de acometida de aguas, llevadas ex profeso desde el Barranco Bartolo hasta la cocina a través de una conducción rudimentaria pero eficacísima, hecha con tejas de barro. El líquido elemento se almacenaba primero a un aljibe y desde allí pasaba al interior de la casa, a través de un grifo hecho con un tubo de hierro que todavía puede verse en la semienterrada cocina…


Canalización hecha con tejas de barro


Aljibe o estanque de la Venta de Panaderos


La conducción de agua pasaba por el muro lateral de la casa hasta la cocina


El grifo, hecho con un trozo de tubo de hierro

 Las espaciosas cuadras con los pesebres construidos en obra, donde se podían alojar muchos animales a la vez, dado el gran trasiego de arrieros que paraban en la venta…


Cuadras con los pesebres de obra

 La espaciosa cocina, que contaba en su interior con un horno de gran tamaño y hasta con una hilera de coloridos azulejos junto al fregadero…


Horno en el interior de la cocina


Restos de azulejo en la pared de la cocina


Fragmento de azulejo de la Venta Panaderos, conservado por José Aurelio Romero Navas. Foto de Mariló V. Oyonarte

 Los fértiles bancales, cuidadosamente aterrazados y afirmados mediante muros de piedra seca -también llamados 'albarradas'-, que trepaban hasta media altura por la falda del Cerro Lucero, y que aún se distinguen en la ladera por debajo de la casa…


Bancales de cultivo descendiendo en terrazas

 Incluso ha llegado hasta nuestros días uno de los cuatro zulos que disimulaban a la perfección los muros más recoletos de la Venta de Panaderos. Originales del siglo XIX, estos agujeros se utilizaron durante muchas generaciones para esconder en su interior desde armas y documentos a dinero, pasando por alimentos, en épocas de escasez -la invasión napoleónica, la guerra civil y, por supuesto, la época de la guerrilla-. Casi enterrado por fuera y colmatado por dentro, incluso excavado por algún animal, aún se puede ver algo de su interior. Todo un homenaje al ingenio de los hombres en tiempos menos civilizados…


Exterior del zulo


Interior del mismo



 Cuántas vidas, afanes, gozos y desdichas se cumplieron entre esas paredes que hoy se desmoronan ante nuestros ojos. Hace mucho que en la Venta de Panaderos no se ven puertas entreabiertas, ni se asoma nadie a las ventanas; no se encienden los candiles y carburos para alumbrar las largas noches invernales, ni calienta la lumbre en el hogar. El agua no corre por la acequia camino de la cocina, ni en el ambiente flota el aroma delicioso de los pucheros de Ana; faltan el bullicio de los arrieros entrando y saliendo, las bestias sudorosas entibiando el aire de las cuadras y las conversaciones pausadas en torno a una ronda de aguardiente. La mayoría de las personas para las que esa casa significó algo han desaparecido, y sus descendientes hacen sus vidas lejos de allí. (Los familiares de Demetrio y Victoria emigraron hace años; Dolores, "la niña de la venta", se casó con un cabrero de Jayena y se marchó a Cataluña, al igual que sus hermanos; una parte de la familia de "los molineros" continúa viviendo en Frigiliana, y los descendientes de Miguel Travesí, los actuales propietarios, residen en Granada). En la actualidad sólo las montañas que la rodean acompañan a la venta en su ocaso definitivo. No obstante, ese lugar se ha convertido en un punto de referencia con nombre propio, como si fuese una cumbre o un río. Esta historia nos ha permitido apenas atisbar lo mucho que representó esa casa, convertida por las circunstancias en símbolo de una época que ya no volverá.

 Cae la tarde, dorando las ruinas de la Venta de Panaderos. La luz atraviesa limpiamente los muros caídos y los vanos sin postigos de puertas y ventanas; pero las casas, como las personas, no mueren del todo mientras haya alguien que las recuerde. Nosotros volveremos a ese bello rincón de la Almijara para escuchar el susurro de la brisa entre las piedras: seguro que es la voz de la Venta de Panaderos que, a su manera, nos da la bienvenida.



Escrito por Mariló V. Oyonarte

Fotografía y edición de vídeos, Carlos Luengo
Documentación histórica original, José Aurelio Romero Navas
Con la colaboración de David Baird, José Aurelio Romero Navas, Juan Morente Jiménez, Roberto Travesí Ydáñez y Sebastián García Acosta
Bibliografía: "La gente de la sierra" y "Entre dos fuegos" (David Baird); "Recuperando la memoria", "Censo guerrillero" y "La guerrilla en 1945" (José Aurelio Romero Navas); "Causa Perdida" (Juan Morente Jiménez)