Una carta para la eternidad: tras la historia de Carmen y Rafael (II)

Caminos y gentes


A veces lo que parece imposible, sucede. La carta perdida y hallada setenta y cuatro años después de ser escrita, pudo finalmente llegar a manos de los descendientes de Rafael y Carmen quienes, conscientes de la excepcionalidad del hallazgo, nos revelan la maravillosa historia que esa misiva guardaba consigo.


Vélez Málaga, mediados del siglo XX
 
 Este es un cuento, pero de verdad -un cuento de verdad, aunque suene antagónico-, o el guión de una película con final feliz, en el que veréis escrita muchas veces la palabra "amor", porque no puede ser de otro modo. Tiene su origen en dos escenarios distintos: las poblaciones de la Axarquía malagueña de La Viñuela y Vélez Málaga. Sus dos actores principales, Rafael y Carmen, vivieron una historia de amor -anónima hasta ahora- tan grande, tan mutuamente entregada, que su estela ha conseguido llegar hasta nuestros días. Una carta extraviada durante tres cuartos de siglo y la investigación a la que dio lugar fueron las claves para que hoy podamos conocer este relato, que va de un cariño y una lealtad incondicionales, años después del fallecimiento de sus protagonistas.

 Rafael Fernández González era uno de los siete hijos del matrimonio formado por Manuel y María. Nació, al igual que sus hermanos, en la localidad de La Viñuela, pero no pasó mucho tiempo hasta que la familia al completo se trasladó a Vélez Málaga, capital de la Axarquía -en concreto al número once de la calle Pozos Dulces-, en busca de una vida mejor. Allí Rafael "el tortas" -apodo que él y sus hermanos habían heredado del padre-, dejó atrás una infancia humilde como tantas y una adolescencia marcada por el trágico paso de la Guerra Civil, durante el transcurso de la cual el muchacho perdió a su padre y a uno de sus hermanos mayores. A pesar de esa experiencia, los años no cambiaron el excelente carácter del joven, que se convirtió en un guapo mozalbete espigado y moreno, listo, alegre e ingenioso, y noble como no había dos. Llevaba una vida corriente, sin nada que destacar, hasta que un buen día cumplió los veinte años y, como todos los mozos de la época, fue llamado a filas para cumplir el servicio militar.
Qué poco imaginaba él que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.


Rafael Fernández González al comienzo de su servicio militar, en el Campamento Benítez de Málaga

 Por su parte, en el año 1923 nacía Carmen Díaz Pacheco en Vélez Málaga, hija de Salvador y Carmen, veleños de toda la vida. Y qué niña tan bonita era. Morenilla la color, negro el pelo y abundoso y unos ojos grandes y expresivos; de estatura cumplida sin llegar a ser alta y carácter firme, Carmen era la mayor de las hijas de un total de nueve hermanos, y como tal, había sido destinada por sus padres a ayudar en la casa y con sus hermanillos hasta que todos se hicieran mayores. "Carmen, tú no vayas a echar cuentas de casarte, que haces mucha falta aquí", le recalcaban sus progenitores de vez en cuando, para que no lo olvidase. La muchacha, con la resignación de quienes no tienen más alternativa, lo tenía asumido, sin más. De origen muy humilde, su numerosa familia no tenía otros medios para salir adelante que el duro trabajo de sus padres fuera de aquellas cuatro paredes, esfuerzo al que ella debía contribuir con el suyo propio ayudando en la casa, con los niños y en todo lo que fuese menester.

 Claro que ni Carmen ni sus padres podrían haber adivinado el futuro que el pícaro destino tenía reservado para ella.
 

Carmen Díaz Pacheco

 Todo comenzó cuando su hermano Salvador, el mayor de los varones, fue llamado a filas al Campamento Benítez, en Málaga. Durante su estancia, el muchacho hizo muy buenas migas con un compañero de reclutamiento llamado Rafael; hasta tal punto eran afines que ambos se convirtieron en íntimos amigos. Cada vez que salían de permiso, Rafael y Salvador se iban juntos a Vélez Málaga para visitar a sus respectivas familias, y después de ver a los suyos, Rafael aprovechaba para pasar también por la casa de Salvador, donde los muchachos lo pasaban especialmente bien. "¡Vamos a echar unos cantecillos! ¡Ole!" jaleaba alegremente Rafael a todos, pues le gustaban mucho el cante y el baile flamencos; entonces Carmen se unía al animado grupo mientras servía unos vasillos de vino y tocaba las palmas, alentada por un íntimo regocijo que ella misma no sabía explicar. En aquellas sencillas reuniones se enamoró Rafael de la discreta Carmen, sin poderlo evitar: no sabía qué le pasaba, pero no podía ni dejar de sonreír ni quitar los ojos de encima de la hermana de su amigo Salvador. No tardó en darse cuenta, además, de que para Carmen él también se había convertido en una luz que atraía irremediablemente la voluntad de la muchacha que, como una mariposa, revolaba ciegamente hacia ella, aunque supiera que esa ilusión no podía tener futuro.

 Rafael y Carmen entablaron una tímida amistad que pronto se transformó en algo mucho más hermoso, y que desgraciadamente no escapó a los ojos de los observadores padres de Carmen, que no estaban dispuestos a que aquella relación incipiente fuese a más. Opinaban que su hija era muy joven todavía para tener novio -la niña estaba a punto de cumplir los veinte años- y además su ayuda era imprescindible en la casa, por lo cual se opusieron rotundamente a aquel noviazgo. Pero hay cosas que, inevitablemente, están destinadas a ser, y el amor que Rafael y Carmen sentían el uno por el otro era ya un hecho consumado. En vista de la situación ambos decidieron llevar su relación en secreto. Por suerte, los dos jóvenes no se vieron solos en el trance, pues María -la madre de Rafael- y Salvador -el hermano de Carmen- los apoyaban plenamente y se encargaban de ayudarlos, mediante mil trapisondas, a comunicarse a través de esquelas y cartas, escritas y recibidas a escondidas, todas dirigidas a casa de María que, compadecida por la situación de aquellos nuevos Romeo y Julieta, se encargaba gustosa de hacer llegar a Carmen a espaldas de sus padres.

 Así fueron pasando los meses, pero poco a poco la situación de la muchacha se volvió más complicada. Sus progenitores sospechaban que algo estaba ocurriendo de lo que ellos no estaban al tanto, y los reproches y castigos se hicieron habituales en aquella casa, donde nunca había habido una voz más alta que otra. La pobre Carmen no podía hacer otra cosa más que aguantar con la cabeza gacha por respeto y cariño a sus padres, y hacer llegar a Rafael sus temores e inseguridades a través de las cartas hasta que su novio, preocupado por ella y cada vez más impaciente, consideró que la escena había alcanzado un punto crítico.
 

Rafael durante su servicio militar. A lo largo de los dos años de servicio los muchachos crecían, maduraban y se convertían en hombres

 Fue entonces cuando el muchacho se puso a cavilar: tenía que dar con alguna solución, y ya. Todavía le quedaba un tiempo para salir licenciado de la mili y en sus circunstancias, encerrado entre los muros del Campamento Benítez, no tenía ningún margen de acción. Debía salir del cuartel cuanto antes, como fuese, y casarse con Carmen, a la que imaginaba languideciendo día a día, atareada con sus funciones de madrecita prematura de sus hermanos que sus padres le habían asignado, y que ella cumplía respetuosa y obedientemente. ¡Si al menos los hubiesen dejado continuar con su noviazgo, todo habría tenido un pase…! Rafael sintió que no podía esperar más; que no quería esperar más. Pero, ¿cómo hacerlo? Por aquel entonces el servicio militar se prolongaba durante dos interminables años, sin posibilidad de acortarlo salvo en caso de accidente o enfermedad.

 Entonces tuvo una idea. Era arriesgada, pero podía salir bien. Durante unos días anduvo dándole vueltas, sopesando pros y contras hasta que, bien maduro su pensamiento, se decidió a llevarlo a cabo. La mañana del sábado 15 de mayo de 1943, Rafael se sentó en su litera del barracón donde dormía para escribir una carta a Carmen; sería, esperaba él, la última que le mandaría y la más importante de todas. En ella avisaba a la muchacha, sin dar demasiados pormenores porque entonces el correo de los reclutas solía ser "revisado", de que iría la siguiente semana a verla, tal vez para quedarse ya con ella. La instaba a que diese aviso a su hermano Paco para que le buscase un trabajo por si acaso, aunque certeza no le daba de nada. También la alentaba, cariñoso, a resistir la situación en su casa, y a esperarlo un poco más. Aunque deseaba febrilmente compartir sus planes con su novia, Rafael debía ser cauto y no dar demasiados detalles por si la misiva caía en manos no deseadas. Envió esa carta, como siempre, a la casa de su propia madre para que no fuese interceptada por los padres de Carmen, que no debían sospechar sus propósitos. En realidad, nadie debía sospechar nada. María sería -una vez más, quizá la última ya- la discreta mensajera que habría de entregar tan importantes noticias. Una vez que la carta fue enviada, Rafael se puso manos a la obra.
 

Dentro de ese sobre se encontraban las instrucciones precisas con las que Rafael esperaba completar la primera parte de su bien trazado plan

 El muchacho empezó a mostrar síntomas evidentes de enfermedad. A todo el que le quería oír contaba lo mucho que le dolía la barriga, que vomitaba con frecuencia y que los pinchazos en el abdomen no le dejaban ni dormir por las noches. Los primeros días más discretamente, y luego escenificando una estudiada representación plagada de quejidos, jadeos y muecas de dolor, Rafael aseguraba que estaba siendo presa de un ataque de apendicitis. "¡Ayyyy… ayyyy…! ¡Mis tripaaaas…! ¡Que se me van a salir las tripaaaas…!" Tanto fue el empeño que puso en su actuación que finalmente los mandos del campamento, temiendo que tras tan desgarradores lamentos acechase la siniestra sombra del cólico miserere, lo derivaron al Cuartel de la Trinidad, en Málaga capital, desde donde fue enviado al Hospital Militar.

 De esa manera y aun estando más fuerte que un roble, el quejumbroso Rafael se dejó operar de apendicitis a los pocos días de haber escrito la famosa carta. La intervención fue un éxito rotundo -se le extirpó, por cierto, un apéndice perfectamente sano- y, tal y como él se había figurado, tras unos días ingresado en el hospital lo enviaron a recuperarse a su casa de la calle Pozos Dulces, a la vera de su madre y muy cerquita de su Carmen. Ya no volvió más al campamento. Los hados quisieron que su descabellado proyecto saliese bien; el muchacho, tumbado en la cama con la barriga cosida de un extremo al otro, sonreía satisfecho, totalmente consciente del riesgo que había corrido. Había puesto en peligro su vida, sí, ¿y qué? ¡Por Carmen lo habría hecho mil veces! (Pone los pelos de punta pensar en una intervención quirúrgica en aquellos años, pues a menudo acarreaban complicaciones posteriores que se agravaban debido a la escasez de medios sanitarios de que se disponía en el año 1943, en plena posguerra).

 Muchos años después, Rafael mismo referiría su aventura -su incuestionable prueba de amor, en realidad- a sus hijos y nietos, entre risas. "¡Si es que lo único que yo quería era estar con mi Carmelilla, para darle muchos besos y muchos pellizquillos!"
 

Maqueta del antiguo Hospital Militar de Málaga

 Cuando se es feliz todo parece marchar sobre ruedas: el restablecimiento de Rafael, favorecido por los cuidados de su familia, su constitución de joven vigoroso y por la alegría de verse muy pronto junto a Carmen, siguió su curso y el muchacho se recuperó de aquella intervención en poco tiempo. Apenas se pudo poner en pie, se armó de valor y habló muy respetuosamente con el padre de Carmen para pedirla en matrimonio. Pero no hubo manera. Los padres de su novia, ajenos al sacrificio de Rafael, dieron al traste en pocos minutos con las ilusiones del enamorado diciéndole que Carmen no se iba a casar con nadie todavía, que era demasiado joven y que tenía que cuidar de sus hermanos. Y que él se fuese en paz a su casa, que por parte de ellos no había nada más que hablar.

 Otra contingencia, pues. Pero Rafael, envalentonado por los últimos acontecimientos, ya no se daba por vencido fácilmente. Había que pensar algo nuevo, porque, desde luego, no había arriesgado su vida para nada. Y así, mientras él y Carmen continuaban con su noviazgo a hurtadillas, la chica entró a trabajar en un obrador de pan del pueblo, por contribuir con algo de dinero a la economía familiar. ¡Eureka! Ya lo tenía. A raíz de aquello, al avispado Rafael se le ocurrió otro plan, comprometido, por supuesto, pero no había más remedio. Y esta vez era necesario que Carmen también supiese fingir delante de sus padres, para que ellos no recelasen de nada en absoluto.

 Como la muchacha acudía a su trabajo en la panadería muy temprano, Rafael ideó tener todo el papeleo preparado para poder casarse en secreto. Tendría que hacerse en un momento, prácticamente en un descuido una mañana cualquiera de aquellas, porque no tenían más oportunidades de verse. Y tal como él lo pensó, lo hicieron. El diecinueve de septiembre de 1943, a las siete de la mañana, Carmen -algo nerviosa, todo hay que decirlo- cerró tras ella la puerta de su casa, aparentemente como todos los días, para ir al obrador de pan. "¡Hasta luego!" dijo al despedirse de su familia, con toda la naturalidad de la que fue capaz. Pero en lugar de acudir a su puesto de trabajo, se reunió con Rafael y el párroco de la iglesia de San Juan Bautista, que los unió para siempre en unos pocos minutos. Solos ellos dos, sin testigos, sin padrinos y sin foto de boda. Pero no les importó: por fin -no podían creerlo- Rafael y Carmen eran marido y mujer.


Partida de matrimonio de Rafael y Carmen, del archivo de la parroquia de San Juan Bautista de Vélez Málaga

 Acto seguido, la pareja de recién casados se parapetó en casa de María, ya suegra oficial de Carmen, que se encargó de dar la -¿feliz?- noticia a los padres de la muchacha. Éstos no tuvieron más remedio que aceptar el hecho cumplido y asumir, porque la querían mucho, que su hija mayor, al fin y al cabo, también estaba en su derecho de buscar la felicidad.

 Carmen y Rafael se quedaron a vivir un tiempo en casa de María, durante el cual Carmen se quedó embarazada y dio a luz un niño que, desgraciadamente, no salió adelante. Los médicos decían que tal vez no podría volver a ser madre; entonces la muchacha pidió a Rafael buscar una casa para ellos solos: algo le decía que todo iría bien, que era lo que tenían que hacer. Al poco se mudaron al que sería su primer hogar, momento que coincidió con el segundo embarazo de Carmen. Su primer hijo, el pequeño Rafael, llegó felizmente al mundo en 1945. Fue entonces cuando Rafael y Carmen tomaron las riendas de su vida en común, que resultó plena de felicidad, tal y como ellos habían imaginado. Poco a poco fueron llegando más hijos: Manuel, Carmen, Francisco, Adela, Encarnación, Matilde, Miguel, Rosa y María Victoria, hasta diez en total. Doña Pepita, la matrona, era ya casi como una más de la familia. "¡Otro niño más tenemos, mira qué poco nos falta para juntar una docena, Carmelilla!", decía Rafael ante la llegada de cada nuevo hijo, emocionado. Profundamente enamorado de su mujer y orgulloso de sus diez hijos, Rafael daba gracias todos los días a la Virgen de las Angustias, de la que era muy devoto, y sentía, con razón, que no podía pedir más a la vida. "¡Yo soy chiquitillo, pero anda que la familia tan hermosa que tengo!"
 



La familia Fernández Díaz iba creciendo cada año

 Su vida familiar se resume en pocas palabras, entre las que destaca una, por prosaica que parezca: felicidad. No conocieron el lujo, pero tampoco lo echaban de menos: jamás les faltó un techo sobre sus cabezas y abundante comida en la mesa, ¿qué más querían? Tras unos años viviendo en Vélez Málaga, a Rafael le salió un buen trabajo como temporero en un cortijo, El Lagar de San Clemente, en la localidad de Benajarafe, donde se mudó con su familia en el año 1969, lugar del que todos conservan preciosos recuerdos. Mientras los hijos más pequeños se quedaban en casa con Carmen, los medianos iban al colegio y los más mayores trabajaban junto a su padre como cabreros, temporeros de la aceituna, etcétera. Además de mantener a su gran familia, por su carácter acogedor y noble, Rafael disfrutaba dando comida y cobijo en su casa a muchos que lo necesitaban. En 1970, tras haber reunido unos ahorrillos, el matrimonio decidió dar el salto y mudarse a Málaga capital, donde sus hijos tendrían más posibilidades de salir adelante. Compraron un piso diminuto que a todos les pareció un palacio, y allí se asentó definitivamente la familia Fernández Díaz. Poco tardaron los hijos mayores en empezar a casarse y a traer los primeros nietos, circunstancias que colmaron la dicha de Rafael y Carmen, ya convertidos en orgullosos abuelos.
 
 

Rafael y Carmen con algunos de sus hijos, en el cortijo de El lagar de San Clemente

 Rafael y Carmen trabajaron muy duro toda su vida -él como cabrero, labrador e incluso vendiendo lotería por los pueblos- para sacar a su gran familia adelante. Pero también lo sabían pasar muy bien: disfrutaban organizando alegres y nutridas reuniones familiares para hacer dulces, conservas o chacinas, actividades en las que todos, grandes y chicos, participaban encantados. El ambiente se caldeaba con canciones y danzas -el cante y baile flamenco que tanto entusiasmaba a Rafael y a todos los suyos: unos cantaban y otros tocaban las palmas, mientras alguien rasgueaba suavemente una guitarra-, con sus juegos inventados y con el alegre corro que formaban en el que se contaban infinidad de chascarrillos, alegrados por el anís y los dulces caseros hechos entre todas las manos: pestiños, bizcochos, rosquillos, borrachuelos…
 


 Rafael se jubiló en el año 1973 porque andaba algo delicado de salud y, siempre optimista, incluso en ese momento encontró motivos para estar contento: se le había concedido una pensioncita apañada, con la que podría afrontar con tranquilidad sus años de vejez. Ya se veía él con todo el tiempo del mundo para dedicarlo por entero a su familia y sus aficiones, pero ay… la vida, que tan pródiga había sido con todos ellos hasta entonces, dio un giro inesperado. La mañana del nueve de febrero de 1976, sólo tres años después de su jubilación, se despertó algo raro. No se encontraba bien; aun así se vistió, se afeitó y se puso guapo para su mujer pensando en cómo iban a pasar ese día, mas su estado empeoró con rapidez. Carmen, presintiendo lo peor, voló a su lado para abrazarlo, como solía hacer con los suyos cuando estaban enfermos. "Carmela, no me abraces tan fuerte, que tengo un poco de calor…"

 Fueron sus últimas palabras antes de cerrar los ojos en los brazos de su Carmelilla del alma. Murió casi sin darse cuenta con cincuenta y seis años, feliz y en paz, con la sonrisa en los labios -como había vivido-, acunado en el pecho generoso de su mujer y rodeado por sus hijos.
 


 Carmen tardó unas semanas en recuperarse de aquel golpe brutal. Pero lo hizo, y no por ella sino por su familia. Y cuando se levantó de esa caída y se sacudió el polvo del camino, volvió a ser la mujer decidida, fuerte y animosa de siempre. Buscó trabajo como portera para terminar de sacar adelante a los cinco hijos que quedaban en casa, y siguió capitaneando incansable a aquella gran familia durante treinta y seis años más, enseñando a los suyos con el ejemplo amor, unión y respeto, y manteniendo vivo el recuerdo del abuelo Rafael, que todo lo dio por ellos. Quiso conservar las costumbres que tanto le gustaban -las reuniones familiares, las navidades alegres, las bromas, el cante flamenco-, hasta que ella misma, ya anciana, enfermó también y se vio confinada en una cama. Pero incluso entonces cuidaba de todos como una clueca aconsejando y queriendo sin medida, y participando de buena gana en las bromas cariñosas de sus nietos, que le devolvían a raudales todo el amor que ella había entregado, demostrando así que sus enseñanzas habían arraigado para siempre en sus descendientes.


Carmen alcanzó una avanzada edad

 Desde que Rafael se marchó, Carmen no se quitó el luto ni un solo día. Y ni un solo día, tampoco, dejó de tener presente a su gran amor, aquel hombre bueno y entregado sobre cuyo corazón ella sabía que había reinado durante treinta y tres maravillosos años, los mejores de su vida. Tan solo al llegar su propia muerte -en febrero de 2012, a la edad de ochenta y ocho años- Carmen fue liberada del negro, cuando sus hijas la vistieron como ella había dejado dicho: con un vestido de flores hecho con el último retal de tela que le había regalado su marido, y que había tenido muy guardadito para cuando llegase ese momento. Ella sabía que antes o después se reuniría para siempre con Rafael y quería acudir a su encuentro bien guapa, vestida como a él más le gustaba.

 Carmen murió de edad, de sabiduría y de cansancio, y al igual que su marido también feliz, en paz y sonriendo, arropada por el amor de todos, como ella arropó con el suyo -inmenso, inagotable- a Rafael. Ambos reposan hoy junto a dos de sus hijos, dejando tras de sí el valioso legado de una familia estrechamente unida compuesta por diez hijos -de los que viven ocho-, veintitrés nietos, veinte biznietos y dos más que están por llegar.
 

Málaga, viernes 6 de octubre de 2017

 La carta extraviada durante setenta y cuatro años que dio origen a esta aventura no llegó, afirma su familia, a manos de Carmen. Alguien -nunca sabremos quién- lo decidió así: su contenido era demasiado delicado, demasiado comprometido: nadie debía conocer los planes del recluta Rafael para escapar del Campamento Benítez. Pero el destino quiso que, a pesar del tiempo transcurrido, esa carta terminase en poder de los familiares de Carmen, ya que no pudo leerla ella misma cuando era el momento.

 La tarde del viernes seis de octubre me desplacé a Málaga capital. Tenía una cita con algunos de los hijos y nietos de Rafael y Carmen, que, ansiosos y emocionados -tanto como yo misma-, casi con el alma en vilo, esperaban la llegada de su carta perdida. Habían transcurrido varios días desde que conocieron la existencia de la misma y, tras superar la tremenda impresión que causó la noticia en su familia, contaban impacientes los minutos que faltaban para tenerla en sus manos; necesitaban conocer con detalle la historia de su descubrimiento y la intensa búsqueda que había concluido dando con ellos. Se habían reunido en casa de María Victoria -Vito, la muñequilla, la hija menor de Rafael y Carmen-, donde me esperaban con una deliciosa merienda y un recibimiento repleto de cariño; una gente excepcional, sin duda alguna.

 Respecto a lo que ocurrió en las siguientes horas, sólo puedo decir que soy incapaz de describir incluso una mínima parte de la emoción que allí se vivió, porque superó las expectativas de todos. Que fue, sencillamente, una experiencia inolvidable y que me siento infinitamente agradecida por haber podido formar parte de ella.
 

Rosita (a la izquierda) recibiendo la carta de sus abuelos

 Por fin, después de semanas de indagaciones, de dudas, elucubraciones y suposiciones, de incertidumbres, de idas y venidas, de comeduras de coco, de momentos de euforia e incluso de haber estado a punto de tirar la toalla, pude poner la carta de Rafael y Carmen en manos de Rosita, una de sus nietas. La carta fue pasando, lentamente, de sus manos a las de los demás miembros de la familia: la contemplaban, la acariciaban, la olían, la besaban; intentaban leerla, pero sus lágrimas emborronaban las líneas… Como una observadora privilegiada, disfruté -viví- intensamente ese momento, que había imaginado tantas veces: ver aquel pedazo de papel, viajero solitario a través del tiempo, en su casa, con sus legítimos dueños.
 

Embargada por la emoción, Rosita lee la carta de su abuelo Rafael a su abuela Carmen

 A continuación, y unidos como uno solo, los familiares depositaron la carta en un bonito baúl de madera confeccionado por ellos mismos, en el que atesoran cuidadosamente todos los recuerdos que Carmen conservaba de Rafael. Objetos preciosos, algunos muy antiguos, desde fotografías a cartas pasando por documentos y todo tipo de pequeños efectos personales del abuelo Rafael y la abuela Carmen, todos allí reunidos con infinito cariño, en un homenaje permanente y silencioso al recuerdo de -como ellos los llaman- las dos personas que constituyen los pilares de la familia Fernández Díaz.
 
 

 
Distintos documentos que pertenecieron a Rafael, y que Carmen guardaba como oro en paño

 Y así se pasó la tarde, entre llantos y risas, mientras la familia reconstruía pieza a pieza, verdaderamente emocionada, la vida entera de los abuelos Rafael y Carmen, cuyas experiencias, anécdotas, dichos y hechos volvieron a cobrar vida -y de qué manera- en aquella habitación, por unas horas. La carta extraviada descansa ya de su emocionante periplo a lo largo de tres generaciones -una carta para la eternidad, no cabe duda- como debe ser y donde siempre debió estar: junto a todos los demás recordatorios de Rafael y Carmen. Rosa, Rosita y Victoria se unieron por último para entonar con profundo sentimiento unos fandangos de aquellos que Rafael cantaba a su Carmelilla, muy cerquita al oído, cuando, enamorado como un adolescente, no podía aguantarse más.

AUDIOS DE LOS FANDANGOS


 

De izquierda a derecha, Victoria nieta (con la perrita Luna en brazos) y Victoria hija, Rosa hija y Rosita, nieta de Carmen y Rafael

 Y con ese instante irrepetible como punto final cae el telón y termina este cuento, este guión de película con final feliz, este relato que habrá de convertirse en un libro; qué mejor homenaje a tan bonita historia de amor y a esa carta, perdida y hallada, que ha conseguido cerrar un círculo. Podría ser que tras ese mágico reencuentro la vida de esta familia continúe adelante como si nada hubiese ocurrido, aunque yo creo que no. Porque una experiencia tan excepcional y de tal intensidad -plena de presencias, visibles e invisibles-, forzosamente, tiene que significar algo más.

 El amor inextinguible que Rafael sintió por Carmen hasta el último día de su vida, el que también sintió Carmen por Rafael, es el mismo que se tienen sus hijos, nietos y biznietos hoy. Porque quien comienza una obra ilusionado de verdad en su trabajo lleva la recompensa, y si no la concluye, la proseguirán quienes recojan el testigo en esta carrera de relevos que nunca termina, que es la vida misma. Rafael y Carmen vivieron las suyas con valor y alegría, y sobre todo con un amor que dejó bien marcada una huella imborrable: la que continúan fielmente, haciendo honor a los abuelos, todos sus descendientes.


Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías, archivo de la familia Fernández Díaz y Mariló V. Oyonarte

- Acceso a la primera parte del artículo.

Una carta para la eternidad: Carta de Rosita a su abuela Carmen - Epílogo.