Manolo y el Ingenio de Frigiliana

Caminos y gentes


Desde la perspectiva de sus más de cuatrocientos años de historia, esta casa y Manolo Herrero hacen un repaso, cogidos de la mano, de los momentos más importantes de las vidas de ambos.


Palacio de los Condes de Frigiliana. Foto de Sebastián García Acosta

 Ahí estoy, ¿me veis? Claro que sí; soy inconfundible desde cualquier punto, pues formo parte del paisaje urbano de Frigiliana desde hace cuatrocientos treinta y siete años. Destaco, como podéis comprobar, por encima de todos los edificios del pueblo, imponente y elegante, sólida y austera, integrada a la perfección en el típico caserío blanco a pesar de mi gran fachada color miel. Todos aquí me conocen familiarmente como "el ingenio", más en otro tiempo fui un símbolo del poder de la aristocracia rural española: nada más y nada menos que la antigua residencia -el palacio, para ser exactos- del primer Señor de Frigiliana, don Iñigo Manrique de Lara, cuyos descendientes se verían elevados, con el tiempo, a la categoría de condes por Felipe IV El Grande, Rey de Todas las Españas.

 Soy la Casa de los Condes de Frigiliana, conocida y considerada como una de las construcciones de mayor mérito de mi lugar. Y no me limito a figurar como un estático monumento sin más cometido que su valor histórico o arquitectónico, sino que, además, constituyo la base de la última fábrica de miel de caña que permanece activa en toda Europa; la única que ha sobrevivido -de las muchas que existieron por estos lares- al azaroso devenir del progreso. Porque debéis saber que durante varios siglos la producción de azúcar y miel de caña fue un próspero negocio que dio trabajo a cientos de familias de la costa mediterránea. Desde Almería hasta Málaga -Adra, Almuñécar, Motril, Salobreña, Maro, Nerja, Torrox, Vélez Málaga…- fueron muchas las poblaciones que contaban con su propia fábrica de azúcar y miel, como lo sigo siendo yo aún para Frigiliana.

Muchos hombres y mujeres llegaban de todas partes para trabajar en los campos de caña azucarera, que abundaban en las provincias de Almería, Granada y Málaga

 La época dorada de la industria azucarera -mi época dorada, también- llegó a su fin a principios del siglo XX. Varios factores se aliaron para contribuir a esa extinción, entre ellos los impuestos a la fabricación de azúcar, la escasez de leña para las calderas de las fábricas y la competencia del azúcar que llegaba de las colonias americanas. Uno a uno, los ingenios o trapiches que bordeaban la costa fueron quedando abandonados; sólo yo continué con mi labor.

 Mi historia comienza en la última parte del siglo XVI -concretamente en el año 1580-, cuando se abordó mi construcción, con materiales de la antigua fortaleza árabe del Cerro de Lízar por cierto, por orden de don Iñigo Manrique de Lara. Al mismo tiempo, mi señor levantó otros edificios de renombre como la Iglesia Parroquial y la Casa del Apero, además de una veintena de casas "hechas a la malicia", como se decía en aquellos tiempos de las construcciones que no seguían una ordenación urbanística concreta. Me acuerdo muy bien de aquella Frigiliana minúscula y humilde, de poco más de cien habitantes, repoblada tras la expulsión de los moriscos con colonos o "cristianos viejos" traídos de otras tierras por don Iñigo; estos nuevos vecinos eran gente muy humilde, que debía "permanecer descaperuzada" -es decir, sin sombrero- en presencia de aquel noble señor de pecho constelado de condecoraciones, como clara señal de vasallaje.

El aspecto externo de la casa solariega apenas ha variado a lo largo de los siglos

 Yo era por aquel entonces un soberbio edificio cuya fachada de estilo renacentista representaba el orgullo de sus propietarios y era la admiración de todos, ornamentada con sobria distinción por borduras de ladrillo visto, bellos relieves geométricos, pinturas en color terracota y azul, pórtico de piedra, un gran balcón y ventanales de valiosos enrejados. Contaba igualmente con dos hornacinas que albergaban las esculturas de San Raimundo y la Virgen del Carmen -ambas se perdieron durante la guerra de 1936- y dos relojes de sol encastrados en mis muros. Mi interior distribuía, en la planta baja, grandes salones más una capilla con su coro -en la que estaba permitido dar misa desde el año 1662-, mientras que en la planta alta se encontraban las dependencias y alcobas privadas de la aristocrática familia, a las que se accedía por una amplia escalinata. Posteriormente se ampliaron y modificaron algunas de mis estancias con el propósito de emplearlas como fábrica de azúcar y miel de caña, cuando los descendientes de mi señor don Iñigo así lo dispusieron, allá por el siglo XVII.



 He visto muchas cosas en mis más de cuatrocientos años de vida. El lento pero imparable crecimiento de mi pueblo y sus habitantes a pesar de las duras condiciones de vida; la invasión de esta tierra por parte de las tropas napoleónicas en la Guerra de la Independencia; la embestida de epidemias de cólera y peste tan virulentas -como la del año 1834- que los fallecidos saturaron el cementerio parroquial y hubo que habilitar un nuevo camposanto que diese acogida al desmedido número de bajas. Fui asimismo testigo impotente de la agresiva plaga de filoxera que acabó con todos los viñedos de Frigiliana: un golpe atroz para un pueblo cuya agricultura se basaba principalmente en la producción de vino y pasas.

 Llegó por fin el siglo XX y, para mi sorpresa, cambié de propietarios, pasando en el año 1930 a manos de la familia De la Torre, a la que pertenezco desde entonces. Sobrevino al poco tiempo la durísima Guerra Civil, a comienzos de la cual di cobijo y protección a algunas familias de Alhama de Granada y su comarca, huidas de sus lugares ante la inminente ofensiva de las tropas franquistas a principios de 1937. Temí por mi integridad cuando los anarquistas destruyeron parte del patrimonio de Frigiliana y sufrí junto a mi pueblo una dolorosa posguerra que trajo consigo grandes hambrunas y el conocido fenómeno del maquis. Pero, como una madre orgullosa que ve crecer a sus hijos, del mismo modo he visto crecer a "mi" Frigiliana. La pequeña aldea agrícola y ganadera se convirtió en un reconocido y próspero núcleo turístico; sus habitantes pasaron de ser humildes labriegos y pastores a boyantes empresarios y profesionales con un merecido lugar en el mundo.

 Sé que la gente de mi pueblo me mira con afecto: no en vano y gracias a las necesidades de producción del azúcar y la miel de caña he dado vida a Frigiliana y proporcionado trabajo a casi todos mis vecinos a lo largo de los siglos, con tareas como el acarreo de cañas y leña del monte, el mantenimiento de la maquinaria y el envasado y distribución de la miel, entre otras. Muchas generaciones de frigilianenses, puedo decirlo con orgullo, han contado con un medio de vida gracias a mí. Uno de ellos es mi gran amigo Manolo Herrero Castillo.

Manuel Herrero Castillo ante el palacio de los Condes de Frigiliana o el Ingenio del Carmen

 Conozco a Manolo desde siempre, pues es natural de Frigiliana y jamás se ha movido de aquí. Nació en el año 1940, cuando en nuestro pueblo había mulos y cabras en lugar de coches, y corrales en vez de tiendas de artesanía; yo lo veía con frecuencia jugar con otros niños en la placeta que hay delante de mi fachada principal. Cuando cumplió los dieciséis años atravesó el umbral de mi puerta para entrar a formar parte de los trabajadores de la fábrica de miel de caña Nuestra Señora del Carmen -donde también trabajaban sus tíos-, y ya no salió de aquí hasta que cumplió los sesenta y siete. Me parece que lo estoy viendo tal y como era entonces, inquieto, capaz y voluntarioso. Empezó desde abajo y desempeñó sin rechistar todas las tareas que le encomendaban como pinche, trayendo leña, al pie de la caldera, vigilando la picadora y los molinos o limpiando instalaciones, hasta que, con los años, llegó a ser capataz de producción, cargo con el que se jubiló. Sé -y para mí es todo un honor- que me considera su segunda casa, y lo he visto emocionarse más de una vez cuando se acerca por aquí y mira mi fachada con nostalgia. Por eso creo que nadie mejor que él os puede explicar cómo es el proceso de fabricación de la miel de caña, al tiempo que os muestra mi interior, las instalaciones del Ingenio del Carmen. Escuchad su relato...

Una compleja estructura de arcos de ladrillo sostenía las acequias que llevaban el agua desde la parte alta del Cerro de Lízar hasta los molinos

 "Toda la vida he estado yo trabajando en el ingenio; lo conozco como si fuera mi casa. ¡Además apenas ha cambiado en tantos años! Sólo una parte de las máquinas, que son nuevas. Aquí a la entrada había una plazoleta empedrada con una báscula, donde se paraban las bestias cargadas, para pesar la caña. Luego pasaban por el lateral derecho y llegaban hasta la puerta de la fábrica, en cuya entrada hay un ensanche donde descargaban los haces de caña recién cortada. Todo esto que veis está igual que entonces, no ha cambiado apenas. En un lateral del edificio, arriba, una red de acequias con mucha pendiente -los "ceatillos" los llamábamos- traía el agua del río Higuerón para mover los molinos, a los que les decíamos "las maquinillas".

Al final de esta rampa se descargaban los fardos de caña de azúcar

 "A continuación las cañas pasaban por una cinta transportadora que las dirigía a una rueda picadora y tres molinos, uno detrás de otro, cada uno con distinta fuerza. Primero pasaban por uno, luego por otro más fino y luego por otro más, hasta que la caña se quedaba "estrujaíca" del todo. Esta de aquí es la maquinaria original, que ya no se utiliza porque ahora no se muele caña, sino que el jugo se trae de otros países para transformarlo en miel, porque aquí la caña ya casi no se cultiva. Pero los molinos originales todavía funcionan perfectamente."

Maquinaria original, con la cinta transportadora a la izquierda y los tres molinos al fondo

Los molinos exprimían la caña haciéndola pasar por varios rodillos con distinta presión, para extraer el jugo o "caldo"

 "Al pie de cada molino había dos trabajadores; uno de ellos tenía que estar pendiente de que la caña no se enredara en las ruedas. Conforme la caña se estrujaba, el caldo iba escurriendo por una conducción en el suelo que lo llevaba a unos filtros antes de pasarlo a la zona de cocción, mientras que otro trabajador iba comprobando, a medida que chorreaba, que ese caldo saliera limpio y no llevase espuma ni broza de ninguna clase."

Cada molino contaba con un juego de pesas para graduar el punto de presión, según la dureza de las cañas

Por esas aberturas circulares escurría el zumo de caña y corría a lo largo del canal


"El zumo de la caña una vez filtrado -o sea, el caldo- pasaba luego a la sala que llamamos cocina, porque es eso, una cocina grande. Esta sala está equipada con unos depósitos que se llaman pailas, donde el caldo se cuece durante dos horas -hasta que la espuma sobresale por encima de las pailas- con el vapor que genera la caldera. Ese caldo se depura y se concentra con la cocción y se convierte en lo que nosotros llamamos jarabe. El jarabe sale luego de las pailas y se vuelve a filtrar; después pasa por un concentrador que elimina el exceso de agua y controla su espesor y dulzura; el producto resultante es la miel de caña pura. Y ya sólo queda envasarla. Antes se hacía todo a mano: la miel salía por unos grifos y se iban llenando los botes uno a uno, pero ahora hay una máquina envasadora, en una sala colindante con la cocina."

En el interior de la cocina se encuentran las pailas donde se cuece el caldo



 "Las cañas estrujadas al máximo se quedaban convertidas en bagazo -o "gabazo", como las llamamos por aquí-. Es un material de desecho que, una vez seco, se aprovechaba luego para quemarlo también en la caldera, igual que la leña. ¡Aquí no se desaprovechaba nada!"

 
Caña recién cortada y lista para ser procesada; a la derecha, troceada para saborearla como el dulce tradicional "paloduz"

El jugo de la caña al natural es una bebida sana y deliciosa; a la derecha el bagazo o "gabazo", es decir, los restos de la caña una vez exprimida

 "Todo se ha mantenido igual que cuando yo trabajaba aquí, menos el número de trabajadores. Antes estábamos entre quince y veinte, en turnos de veinticuatro horas, pues la fábrica no paraba ni de noche ni de día; ahora, al no moler la caña y contar con la máquina de envasado, sólo hay cinco o seis trabajadores. El caldo en crudo lo traen desde Cuba y Colombia, pero el proceso de fabricación de la miel sigue siendo el mismo desde hace tres siglos, siguiendo una receta original de 1630 propiedad de la familia de los Condes de Frigiliana, así que la miel que se hace aquí es la mejor de todas. ¡Todo el que la prueba, ya no quiere otra! A mí me gusta venir de vez en cuando y entrar dentro, charlar con los compañeros y recordar mis buenos tiempos, ¡que anda que no me acuerdo de ellos!"

 Como veis, Manolo tiene mucho que contar. A su explicación quiero añadir yo que antiguamente había siempre una pareja de carabineros o guardias civiles montando guardia desde el coro de mi antigua capilla, pues las autoridades temían que, junto con el azúcar y la miel, se fabricase también licor de forma clandestina, actividad para la que la fábrica no tenía autorización.

 En lo más profundo de mis sótanos -las mazmorras, en tiempos muy lejanos- se conserva la antigua caldera de leña que se utilizaba para generar el vapor que cocía el caldo de las pailas. Proviene del desguace de un viejo barco del siglo XVIII atracado en el puerto de Málaga, y durante muchísimo tiempo fue la única fuente de energía de toda la fábrica. Aunque hace unos años que ya no se utiliza -fue sustituida por una moderna y eficiente caldera de gasoil- esa bella reliquia de otros tiempos todavía funciona a la perfección. La familia del conde de Frigiliana se encargó además de comprar una parte de bosque en la sierra de la Almijara para disponer de la ingente cantidad de leña que consumía dicha caldera.

La veterana caldera del barco de vapor aún continúa en su lugar; a su lado, la moderna caldera de gasoil que la ha sustituido

 Mi amigo Manolo opina que nada ha cambiado, pero yo, que veo las cosas a otra escala -es el privilegio que me conceden mis cuatro siglos de edad- os digo que sí acuso ciertos cambios. Y el principal de ellos es que ahora sólo quedo yo. Echo de menos los tiempos en que los campos de caña de azúcar verdeaban sin límites y las esbeltas chimeneas de ladrillo de otras fábricas hermanas se recortaban en el horizonte; añoro las voces de los cortadores de caña, que venían de todas partes para la recolección, y las de mis trabajadores llenando las salas, mientras en los alrededores los arrieros y sus bestias se afanaban trayendo caña para moler y leña para quemar, que se amontonaba, fragante e impregnada de resina, en el patio trasero…

Manolo preparando la leña para quemar. Al fondo se aprecia el chorro de vapor que expulsaba la caldera por una válvula de escape, para evitar explosiones. Fotos archivo de Sebastián García Acosta

La vieja caldera en plena actividad, repleta de troncos ardiendo. Manolo se encargaba también de meterse en su interior para limpiarla de cenizas. Fotos archivo de Sebastián García Acosta

El caldo se cocía en las pailas concentrándose hasta quedar convertido en jarabe, paso previo al de la miel. Fotos archivo de Sebastián García Acosta

 Manolo me ha dicho muchas veces, a su manera, que recuerda con cariño y agradecimiento los años que trabajó con nosotros; yo le digo -a mi manera, también- que el agradecimiento es mutuo, pues dedicó al Ingenio toda su vida laboral. Era ciertamente un trabajo duro, más que ahora, con turnos de muchas horas que exigían cambios en los horarios y en la rutina diaria de los empleados; en algunos puestos, además, el esfuerzo físico era considerable. Pero quienes trabajaban aquí se consideraban, en verdad, afortunados.

Tal vez en honor a los viejos tiempos, a Manolo le gusta caminar apoyado en una caña de azúcar a modo de bastón

 Veo, desde el altozano sobre el que me construyeron, extenderse el pueblo a mis pies, blanco y cuidado, y un poco más allá, la línea azul del mar. Y veo, por encima de mi tejado, en la falda del Cerro de Lízar, los últimos campos de Frigiliana sembrados de caña azucarera. Nadie sabe qué traerá el futuro, y la vida, desde luego, no se detendrá al final de esta historia. Pero los hechos están ahí: la calidad de nuestra miel es reconocida por todos, exportamos a varios países del mundo e incluso celebramos, una vez al año, nuestro "Día de la Miel de Caña". Tengo fe, por lo tanto, en que la fábrica seguirá adelante mucho tiempo más.

 Soy la Casa de los Condes de Frigiliana, una superviviente de otra época que ha navegado casi cuatrocientos cincuenta años para llegar hasta aquí. Continuaré -continuaremos-, pues, afrontando los desafíos que traiga el futuro, mientras sea posible.



Escrito por Mariló V. Oyonarte
Colaboradores: Sebastián García Acosta, Antonio Sánchez Sánchez "el maestro" y José Aurelio Romero Navas
Fotografías y vídeos: Sebastián García Acosta y José Luis Hidalgo Aguado.