El mozo


 Cada dos semanas Antonio viene a casa de su madre. Viene al oscurecer y se va a la mañana siguiente. Viene a cambiarse de ropa; a cambiarse de ropa y a beberse unos vasillos en el Ferubi; unos vasillos que, a veces, son más de la cuenta y que le cuestan, además de una parte de sus exiguos ahorros, una bronca con su madre y las amenazas del amo que ya le ha dicho que, como otra vez pierda el día por la “jumera”, que por allí no vuelva más. Pero luego se le pasa y… hasta otra vez. Porque, la verdad, Antonio, como trabajador y honrado, el primero.

 Antonio tiene treinta y cinco años y está soltero. Nunca ha tenido novia. Y es que desde que tenía diez años siempre ha estado acomodado en algún cortijo. Ha sido porquero, trillero y, desde hace ya muchos años, mozo en Las Solanas. Sus visitas al pueblo han sido siempre, como veíamos antes, para cambiarse de ropa y, desde que fue algo mayor, para echar unos tragos en la taberna. Aparte de eso, el día la Cruz, un día en la Feria, Noche Buena y pare usted de contar.

 Los que lo conocemos, sabemos que de siempre le había gustado una vecina que vivía un poco más abajo de su casa. Pero Antonio nunca se atrevió a decirle nada. Un día ella se casó y se fue a vivir fuera. Seguramente alguna cortijera o alguna moza de las casas en que ha trabajado también le habrá hecho tilín. Pero Antonio es tan apocado que nunca se atrevería a declararse a una mujer por más que su amo se empeñe en que tiene que buscar ya algo y recogerse.

 Hoy ha amanecido lloviendo. Antonio se levantó temprano, como siempre, echó un pienso a las bestias y se asomó al corral a ver el panorama; y pensó que lo mejor era echarse otro rato. No le dio tiempo a coger el sueño porque, candil en mano, María ya andaba por la cocina diciendo: “las horas que son y la lumbre sin echar”. Y Antonio, abrochándose la correa, bajó las escaleras y salió directamente a la era para traer de la leñera una espuerta de palos; un saco de paja encima y a encenderla.

 Mientras tanto, María ya tiene la sartén y los avíos preparados y, en menos de media hora, las migas están en medio de la cocina, rodeadas de diez hambrientos comensales que, en un santiamén, devoran tan suculento desayuno.

 El día de agua no significa día de descanso. Hoy, que no se puede hacer otra cosa, es la ocasión para sacar las cuadras. Y Antonio apareja dos bestias, echa a cada una su serón y va cargando, espuerta a espuerta, y llevando cargas y cargas hasta el muladar. A veces el agua aprieta y tiene que esperar en la cuadra o refugiarse en el cobertizo. Pero pronto amaina y él sigue su tarea.

 La tarde la ha echado de esparto. El cielo se ha despejado y, en la piedra gorda de la esquina de la era, ha majado un par de manojos y se ha puesto a hacer ramales. Se lo ha dicho Juan, el amo: “cuando tengas cuatro ratos libres, entretente en ir haciendo ramales, que luego tos son pocos”.

 Pero la verdad es que el día de hoy Antonio lo considera un día de juerga. Mañana volverá a sacar la yunta temprano para seguir con la siembra de los garbanzos, que es lo que toca ahora. Después habrá que binar barbechos, escardar, sacar yerbas y… el verano: dos meses y medio o tres en los que no hay tiempo ni de rascarse, que dice él. El día empieza antes de que amanezca y termina cuando ya hace mucho que ha oscurecido: la siega, la barcina, la era, la paja… Y al final, ¿qué? Es verdad que estos meses Juan se los paga mejor y, además, todos los años le da media fanega de tierra para que eche unos garbancillos. Y lo más importante: un plato de comida siempre lo tiene seguro. Pero…

 Pronto la mecanización del campo va cambiando yuntas por tractores y cuadrillas de segadores por cosechadoras. El “progreso” también llega a nuestros pueblos y cortijos. Y Antonio no está capacitado para manejar el tractor ni la cosechadora y, lo que es peor, ese mundo de la mecánica sabe que nunca estará a su alcance. Y un buen día Antonio tiene que volver a su casa.

 “Fulano se ha ido a Alemania, Mengano se va mañana a Barcelona”: es el tema de conversación que predomina en los bares y en la plaza. Un día dos, otro día cuatro… Santa Cruz se va despoblando. Primero son los hombres; después, familias enteras que cierran su casa y buscan en Alemania, Cataluña o el País Vasco lo que su tierra no puede, no sabe o no quiere ofrecerles.

 Por medio de un primo suyo encontró Antonio trabajo en Vitoria. Y una mañana, muy temprano, su madre y él cargaron sus escasos bártulos y su poca ropa en la furgoneta del Martillo y emprendieron un viaje sin retorno con la esperanza de una vida más digna. Sé que volvieron unos años después para vender su casa y que, a poco, murió la madre. Me imagino que Antonio hoy disfrutará de su jubilación, pero también imagino lo que debió suponer para un mozo de cortijo convertirse en portero de finca urbana.